e nrique valdearcos guerrero historia del arte paulina borghese bonaparte, canova, 1805-1807, mármol, 1,60 x 2 m. roma, galería borghe

E nrique Valdearcos Guerrero Historia del Arte
Paulina Borghese Bonaparte,
Canova, 1805-1807,
Mármol, 1,60 x 2 m. Roma, Galería Borghese.

La escultura de Antonio Canova ejerció una autoridad ilimitada sobre
toda una generación de artistas. Su fama atrajo la curiosidad de
Napoleón -o más bien la de sus publicistas-, y este escultor de los
papas se convirtió en representante artístico del Imperio. El distante
rigor clasicista de su estatuaria fue un exponente bien acomodado en
la parafernalia neorromana de la corte napoleónica. Realizó retratos
del propio emperador, la emperatriz María Luisa y de la hermana de
Napoleón Paulina Borghese -esta vez con la figuración propia de una
Venus triunfante- y de otros miembros de la corte francesa. La
escultura napoleónica, como la arquitectura, se nutrió de artistas
maduros fuertemente enraizados en el clasicismo, aunque Canova
representó su versión más severa. El italiano fue objeto de culto
entre los nuevos artistas galos. Con todo, aunque no fue en Francia
donde Canova encontró los ecos más sonoros, sí pudo escuchar allí los
más sugestivos.
La retratada tenía 25 años cuando el escultor empezó su trabajo en un
único bloque de mármol de Carrara. Paolina aparece indolente, tumbada
en un diván, extendiendo la pierna derecha sobre la que reposa la
izquierda. En su mano izquierda sujeta una manzana -aludiendo a su
triunfo en el juicio de Paris- mientras el brazo derecho sostiene su
atractiva cabeza, dirigiendo su altiva mirada hacia el espectador.
Biografía de Cánova
Escultor italiano neoclásico; n. en Possagno, junto a Bassano
(Treviso) 1 nov. 1757, m. en Venecia, 13 oct. 1822.
Primeros tiempos. Pertenecía a una familia de canteros y picapedreros,
pero el padre y el abuelo hacían también, a base de piedra, obras de
artesanía, especialmente de ornamentación litúrgica. Huérfano de
padre, recibió enseñanzas del abuelo sobre el laboreo de los
materiales pétreos. De este modo, su temprana formación de escultor le
permitió en 1774, a los 17 años, abrir un taller de escultura en
Venecia, en el que realizó obras de intención clásica y' mitológica,
como Dédalo e I caro, pero todavía dentro de la tónica del barroco
veneciano. Sus visitas al pueblo de Assolo, próximo a Possagno, donde
residía su madre, le hicieron conocer al noble Faliero, quien logró
para el artista una pensión de 300 ducados, por tres años de
permanencia en Roma, con la comodidad y ventaja de residir en el
palacio Venecia. En 1779 se traslada a la ciudad pontificia y comienza
su actuación con grupos como Teseo y el Minotauro y Hércules y Licas,
obras de un tanto forzados dinamismo y herculeísmo que pronto serán
superados. En efecto, C. recibe dos encargos trascendentales, nada
menos que los sepulcros de Clemente XIII y Clemente XIV. Realiza
primeramente éste, en la iglesia de los S. Apóstoles, durante 1783-87,
y es obra que sor- prende gratamente por su sencillez compositiva:
sólo dos figuras alegóricas, la de la Templanza y la Mansedumbre, la
primera sobre el sarcófago, acompañan a la sedente del Pontífice,
magnífica escultura, dotada de una energía un poco dura, que por otra
parte, jamás poseyó el papa Ganganelli. El monumento sepulcral de su
predecesor Rezzonico, esto es, Clemente XIII, en S. Pedro, fue
realizado en 1792, y aquí, el Papa está en actitud orante y las
figuras secundarias son las de la Fe, la Muerte y dos leones. Pero es
común a ambos monumentos la organización de una puerta abierta, que
repetirá C. en otros monumentos funerarios y que invita a un
sentimiento de iniciado misterio; recurso que ya había empleado el
Bernini, como específicamente barroco, en su mausoleo de Alejandro
VII, también en S. Pedro! De aquí que haya una continuidad cierta
entre uno y otros mausoleos, entre el barroco pleno del Bernini y el
aún moderado neoclasicismo de C.
Pero es obvio que sus apetencias de sabor clásico se van haciendo
mayores fuera de los muros vaticanos. Sí el movimiento de la Hebe del
Mus. de Berlín tiene todavía algo de inequívocamente setecentista (y
es natural, puesto que data de 1796), el Perseo con la cabeza (J de
Medusa, de 1801 (Mus. Pío Clementino, Ciudad del Vaticano) se diría
que inaugura, con el siglo, una nueva estética canoviana, en la que
los aromas clásicos se dejan percibir con toda convicción. Piezas de
la misma serán, p.ej., Las tres Gracias (1816) en el Ermitage de
Leningrado, y, sobre todo, el monumento sepulcral al grabador Giovanni
Volpato, en la iglesia de los S. Apóstoles, de Roma, bajorrelieve en
el que el artista hubiera deseado plagiar, aunque no lo consigue
enteramente, una estela griega.
Estancia en París: los retratos de la familia Bonaparte. Pero, sin
llegar hasta fechas tan avanzadas, procede traer aquí un epítome de
las relaciones del gran escultor con la familia Bonaparte. C. es
llamado a París en 1802 para retratar a Napoleón, y toma numerosos
apuntes del Emperador y de su familia, ignorando quizá que esta misión
oficial ha de Ser causa de uno de los más fundados motivos de su fama.
Aparte los varios bustos del corso, acomete en 1805 su estatua
colosal, desnuda y heroica, cuyo barro original se conserva en
Londres, en la colección del duque de Wellington. Hasta 1811 no se
fundió en bronce la escultura definitiva, por los cuidados del
príncipe Eugenio, que hoy puede verse en el centro del patio de la
Pinacoteca Brera, de Milán. Estuvo mucho tiempo arrinconada, y sólo se
erigió en 1854. Se trata, sin duda, de una obra maestra. Napoleón, en
pie, se apoya en una larga lanza con la izquierda y muestra en la
derecha una figurilla de Niké alada. Nada hay que objetar a la cabeza,
que es la de un Napoleón un tanto idealizado; pero el fuerte, atlético
y bien proporcionado desnudo no guarda ninguna relación con el del
retratado que sabemos era rechoncho y poco airoso. Con todo, y aunque
sea mentira, se trata de una bella mentira. Como retratos de tendencia
clásica siguen siendo excelentes los de la madre y esposa del
Emperador. Pero, dentro de la misma familia, la obra verdaderamente
hermosa es la estatua recostada de Paulina Bonaparte, princesa
Borghese, en la villa romana, hoy museo de este nombre. Obra, también,
de 1805. Si no nos es desconocida la gran frivolidad de esta dama, sí
ignoramos hasta qué punto fuera tan bella y de perfil y formas tan
atractivas como las que C. perpetuó. Realmente, se trata de otra
idealización. Paulina aparece como Venus casi del todo desnuda, pero
muy relativamente clásica. Más bien se diría que C. ha recordado, con
deliberación o sin ella, a sus ilustres coterráneos Giorgione y
Tiziano. En todo caso, nos hallamos ante una obra maestra, acaso la
máxima de su autor. El final de las relaciones de éste con los
Bonaparte y con el Imperio francés tendrían, sin embargo, un desenlace
bien contrario: en 1815, C. marchaba a París con la misión de
rescatar, seleccionar y embalar las obras de arte que Napoleón había
rapiñado en Roma, y cumplió el menester la mejor que pudo. Ello le dio
ocasión para alargar su viaje a Londres, donde tuvo oportunidad de
contemplar los relieves de Fidias en el Partenón ateniense, recién
llegados por obra de otro arbitrario raptor, esta vez lord Elgin. Le
produjeron una vivísima impresión, y comprendió, un poco tardíamente,
que todos sus conceptos acerca de la escultura clásica necesitaban
total revisión. Pero acaso hubiera sido mejor este largo
desconocimiento de la verdadera estatuaria helénica, cuyo brillo pudo
muy bien alterar la evolución natural del artista.
Otras obras de Canova. De 1810 es el mausoleo de Victor Alfieri, en S.
Croce, de Florencia, de grande y afortunada sencillez, con sólo la
figura de la Tragedia (en realidad, la condesa Albani, que costeó la
obra), inclinándose sobre el sarcófago. Otra, de gran empeño, el
sepulcro de la archiduquesa María Cristina, en la iglesia de los
Agustinos, de Viena, es una gran pirámide en la que se abre una
puerta, el motivo de Bemini y del propio C. en los sepulcros
pontificios citados, por la que ingresan o se aprestan a entrar
figuras femeniles alegóricas, seguidas de un desvalido mendigo; rara
aparición, que pudiera hacernos creer en un ramalazo prerromántico del
artista, sobre todo cuando el mendigo, aun simbolizando la caridad de
la archiduquesa, se despega casi violentamente, en cuanto a estética,
de las figuras que le preceden. De 1817 data el sepulcro de los
príncipes Estuardos, en el Vaticano, índice de la pluralidad de
recursos e imaginación del artista. Ahora nos hallamos ante un
obelisco truncado, también con puerta, pero cerrada, ante la que
montan guardia dos bellos genios; por desgracia, los bustos en
bajorrelieve de los allí enterrados trastuecan de suerte grave la
hermosa unidad clásica del monumento. Y, en fin, citaremos de 1817, el
cuidadísimo grupo de Amor y Psiquis (Villa Carlotta, Cadenabbia),
seguramente la más estrictamente clásico que salió de manos del
artista, que, según propia confesión, no hizo menos de 176 obras.
C. había sido un bravo trabajador del mármol, como su padre y abuelo
la fueron de la piedra, y poseía medios propios, a no dudar,
aprendidos por tradición, sobre cuál fuera el mejor trato de esta
materia, como el de, una vez conclusa cada escultura, lijarla con
piedra pómez y aplicarle una lechada de cal y ácido que proporcionaba
una especial calidad de cosa viva a la superficie esculpida. C. nunca
guardó el secreto de estos métodos y los comunicaba a todos sus
jóvenes colegas, discípulos o no, debiendo señalarse su buena amistad
para con los escultores españoles neoclásicos pensionados en Roma. En
su vida privada fue ejemplar: soltero y frugal, muy trabajador,
voluntariamente sustraído a discusiones, habladurías y comentarios de
críticas, tenía una apostura dignísima, de que es testimonio su busto
conservado en el Mus. de Assolo. Curiosamente, tuvo muchos menos
seguidores que Bertel Thorvaldsen, y el principal fue su colaborador
Antonio d'Esteo Los restantes, Adamo Tadolini, Giovanni Ceccarini, que
hizo la estatua colosal del maestro, Carlo Finelli, Giuseppe de Fabris
y Carlo Albacini, todos los cuales continuaron, con mucha menor
grandeza, la obra del que podemos considerar último gran escultor
italiano hasta los días del siglo actual.
Los amores de Paulina
De los Bonaparte, Paulina -según Octavio Faguet, uno de sus biógrafos-
fue quien más alteró la paz familiar. Nacida en 1780, fue tan ligera
de cascos como hermosa. De su boca no salía una idea inteligente ni
por error, pero su belleza (y su apellido) provocaba los ardores de
los hombres y la envidia de las mujeres. Cuando ella llegaba a alguna
reunión no se podía hablar más que de vestidos y tocados: la sola
mención de algún tema artístico o literario provocaba el enojo de
Paulina pues era nula en esos terrenos.
Antes de que terminara de perder su reputación, Napoleón consiguió
casarla con el general Charles Leclerc. Paulina tenía dieciséis años y
ninguna disposición para el matrimonio. No tardó en conseguirse un par
de amantes, entre ellos uno a quien compartía con su cuñada Josefina.
Leclerc pudo haber tolerado las habladurías (tampoco le quedaba otra),
pero Napoleón, no: de un día para el otro envió al general -con su
esposa, por supuesto- a Santo Domingo a sofocar una rebelión de la
población negra.
Paulina -como muchas francesas en Centroamérica- no tardó en descubrir
el ardor de los mulatos. Eso ya fue demasiado para Leclerc. De todos
modos -era un hombre muy discreto- no rompió con su mujer, sino que se
limitó a lanzar un edicto: "Las mujeres blancas que se prostituyan con
los negros, cualquiera que sea su rango, serán enviadas a Francia."
La joven debió cuidarse, pero no por mucho tiempo: en 1802 la fiebre
amarilla la dejó viuda a los veintidós años. Paulina tomó el primer
barco que zarpaba rumbo a París y llevó el corazón de su marido en una
urna de oro que decía: "Paulette Bonaparte, casada con el general
Leclerc el 26 pradial, año cinco, ha encerrado en esta urna su amor
junto al corazón de su esposo…". Llevaba también cuatro esclavas y un
esclavo para su placer personal.
Al año siguiente se casó con Borghese y la pareja viajó a Roma. A
pesar de que allí se aburría demasiado (sólo sus esclavos-masajistas
parecían entretenerla), Napoleón no le permitió volver: "Si te
obstinas en volver a París, no cuentes conmigo. Yo no te acogeré sin
que antes ceses los desacuerdos con tu marido y las antipatías por
Roma. Ponte bien con el príncipe, acoge bien a los romanos y procura
vivir como corresponde a mi nombre y a tu alcurnia."
Por esos días llamó a Canova y le pidió que la "inmortalice" en una
estatua. Pero no una cualquiera: debía ser una Venus o, por lo menos,
una Galatea. Paulina posó desnuda, recostada en una chaise-longue con
una manzana en la mano. Fue la obra maestra de Canova, pero uno de los
más grandes escándalos en Roma. ("¡Oh..! Estaba encendida la
chimenea", dicen que contestó Paulina cuando alguien le preguntó cómo
podía desnudarse ante un extraño.)
Finalmente se reconcilió con Napoleón y volvió a París en los días de
la coronación de su hermano como emperador… Más aun: ella y su madre
fueron los únicos miembros de la familia que lo acompañaron al exilio
en la isla de Elba.
Pero la tuberculosis -agravada por la vida desordenada que siempre
llevó- pudo con ella: murió en 1825, antes de cumplir los cuarenta y
cinco años
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