iii nociones sobre el símbolo consideraciones sobre el tema las definiciones y análisis sobre la naturaleza del símbolo y del simbolismo

III Nociones sobre el símbolo
Consideraciones sobre el tema
Las definiciones y análisis sobre la naturaleza del símbolo y del
simbolismo abundan hasta lo excesivo. Pero deseamos estudiar algunas
notas sugerentes, moviéndonos siempre en el ámbito comparativo que
define el carácter de esta obra. Para el filósofo hindú Ananda K.
Coomaraswamy, el simbolismo es «el arte de pensar en imágenes»,
perdido por el hombre civilizado (especialmente en los últimos
trescientos años, tal vez a consecuencia, según frase de Schneider, de
las «catastróficas teorías de Descartes»). Coincide, pues,
Coomaraswamy con la idea de Fromm y la de Bayley, explícitas en los
títulos de sus obras respectivas: Le langage oublié y The Lost
Lenguage of Symbolism. Sin embargo, este olvido –como atestiguan la
antropología y el psicoanálisis– solo concierne a la conciencia, no al
inconsciente, que, por compensación, se encuentra sobrecargado de
materia simbólica, acaso. Desde el ángulo de un Guénon, naturalmente,
la afloración del material simbólico se debe a la «supraconciencia» en
contacto con la esfera del espíritu.
Diel, al considerar el símbolo como «una condensación expresiva y
precisa», que corresponde por su esencia al mundo interior (intensivo
y cualitativo) por contraposición al exterior (extensivo y
cuantitativo), coincide con Goethe, quien afirmó: «En el símbolo, lo
particular representa lo general, no como un sueño ni como una sombra,
sino como viva y momentánea revelación inescrutable». Comentando a
Diel, indicaremos que el distingo que establece entre los mundos
interior y exterior marca condiciones dominantes, no exclusivas al
modo cartesiano; el mundo de la res cogitans conoce la extensión y
¿cómo no va a conocer lo cuantitativo, si los «grupos» de cantidades
son lo que origina lo cualitativo?
Mark Saunier, en su estilo literario y de un seudomisticismo, no deja
de señalar una condición importante de los símbolos al decir que son
la «expresión sintética de una ciencia maravillosa, de la cual los
hombres han perdido el recuerdo [pero que] enseñan todo lo que ha sido
y será, bajo una forma inmutable». Se asigna aquí a los símbolos o,
mejor, se les reconoce su función didáctica, su carácter de objetos
intemporales per se, cuando menos en su más íntima estructura, pues
las sobredeterminaciones son variantes culturales o personales.
La conexión entre la cosa creada y el Creador también se advierte en
el símbolo. Jules Le Bêle recuerda que «cada objeto creado es como el
reflejo de las perfecciones divinas, como un signo natural y sensible
de una verdad sobrenatural», repitiendo así la proposición paulina.
Per visibilia ad invisibilia, en coincidencia con la aseveración de
Salustio: «El mundo es un objeto simbólico». Landrit insiste en que
«el simbolismo es la ciencia de las relaciones que unen a Dios con la
creación, el mundo material y el mundo sobrenatural; la ciencia de las
armonías que existen entre las distintas partes del universo
(correspondencias y analogías)», dentro del proceso de la involución,
es decir, de la materialidad de todo.
Hemos de intercalar aquí una distinción y una aclaración. Erich Fromm,
siguiendo las vías del conocimiento normativo de la materia simbólica,
establece diferencias graduales entre tres especies de símbolos: a) el
convencional; b) el accidental; c) el universal. El primer género se
constituye por la simple aceptación de una conexión constante,
desprovista de fundamento óptico o natural; por ejemplo, muchos signos
usados en la industria, en las matemáticas, o en otros dominios. (En
la actualidad, hay también un notable interés por esta clase de
signos.) El segundo tipo proviene de condiciones estrictamente
transitorias, se debe a asociaciones por contacto casual. El tercer
género es el que nosotros investigamos y se define, según el autor
citado, por la existencia de la relación intrínseca entre el símbolo y
lo que representa. Obvio es decir que esta relación no siempre posee
la misma intensidad, ni la misma vida; por ello es difícil clasificar
los símbolos con exactitud, como ya advertimos.
Este lenguaje de imágenes y de emociones, basado en una condensación
expresiva y precisa, que habla de las verdades trascendentes
exteriores al hombre (orden cósmico) e interiores (pensamiento, orden
moral, evolución anímica, destino del alma), presenta una condición,
según Schneider, que extrema su dinamismo y le confiere indudable
carácter dramático. Efectivamente, la esencia del símbolo consiste en
poder exponer simultáneamente los varios aspectos (tesis antítesis) de
la idea que expresa. Daremos de ello una explicación provisional: que
el inconsciente, o «lugar» donde viven los símbolos, ignora los
distingos de contraposición. O también, que la «función simbólica»
hace su aparición justamente cuando hay una tensión de contrarios que
la conciencia no puede resolver con sus solos medios.
Si para los psicólogos, el símbolo es una realidad casi exclusivamente
anímica, que se proyecta luego sobre la naturaleza, bien tomando sus
seres y formas como elementos idiomáticos, bien convirtiéndolos en
personajes del drama, no es así para orientalistas o para los
esotéricos, quienes fundamentan el simbolismo en la ecuación
inquebrantable: macrocosmo = microcosmo. Por ello señala René Guénon:
«El verdadero fundamento del simbolismo es, como ya hemos dicho, la
correspondencia que liga entre sí todos los órdenes de la realidad,
ligándolos unos a otros y que se extiende, por consiguiente, desde el
orden natural tomado en su conjunto, al orden sobrenatural. En virtud
de esta correspondencia, la naturaleza entera no es más que un
símbolo, es decir, que no recibe su verdadera significación más que
cuando se la mira como soporte para elevarnos al conocimiento de
verdades sobrenaturales o “metafísicas”, en el propio y verdadero
sentido de esta palabra, lo cual es precisamente la función esencial
del simbolismo… El símbolo debe ser inferior siempre a la cosa
simbolizada, lo cual destruye todos los conceptos naturalistas sobre
el simbolismo». Esta última idea la ratifica Guénon en muchas de sus
obras, repitiendo que «lo superior no puede nunca simbolizar lo
inferior, sino inversamente» (a menos, agregamos, que se trate de un
símbolo específico de inversión). De otro lado, lo superior puede
«recordar» lo inferior.
Tienen mucho interés las consideraciones de Mircea Eliade sobre la
cuestión, atribuyendo al símbolo la misión de abolir los límites de
ese «fragmento» que es el hombre (o uno cualquiera de sus motivos o
cuidados), para integrarlo en unidades más amplias: sociedad, cultura,
universo. Si bien, en el límite, «un objeto convertido en símbolo –por
obra de su posesión por la función simbólica– tiende a coincidir con
el Todo… esta “unificación” no equivale a una confusión, pues el
simbolismo permite el paso, la circulación de un nivel a otro,
integrando todos esos niveles y planos (de la realidad), pero sin
fusionarlos, es decir, sin destruirlos», antes ordenándolos en un
sistema. De otro lado, Eliade cree que si Todo puede aparecer
contenido en un fragmento significativo, es porque cada fragmento
repite el Todo. «Un árbol se convierte en sagrado, sin dejar de ser
árbol, en virtud del poder que manifiesta; y si se convierte en árbol,
en virtud del poder que manifiesta; y si se convierte en árbol cósmico
es porque lo que manifiesta repite punto por punto lo que manifiesta
el orden total». Tenemos aquí explicada la «relación intrínseca»
mencionada por Erich Fromm. Consiste en el parentesco esencial, aunque
traducido a otro plano de la realidad, entre uno y otro proceso, entre
uno y otro objeto, conexión que internamente ha sido definida como
ritmo analógico.
Juan Eduardo Cirlot. Diccionario de símbolos. Madrid: Siruela, 2003.

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