mi ángel la primera vez que la vi, eran sobre las 6,30 de la tarde. yo salía del trabajo, cansado, pensando en el sofá de casa y en la cerv

MI ÁNGEL
La primera vez que la vi, eran sobre las 6,30 de la tarde. Yo salía
del trabajo, cansado, pensando en el sofá de casa y en la cerveza fría
que me iba a tomar. Mi cuerpo olía al sudor acumulado de un largo día.
La ducha me parecía una necesidad, casi más grande que la de comer.
Con la mochila cargada y la cabeza gacha me dirigía hacia el coche
cuando, justo antes de cruzar la calle alguien llamó mi atención:
- ¡Pss , Pss! – escuché en la esquina.
Me paré, giré la cabeza, la vi y me sonrió, mientras movía la mano
derecha a un lado y al otro saludándome. No sabía muy bien quien era.
Una chica morena que giró la esquina y perdí de vista mientras yo,
tímidamente devolvía el saludo.
Justo en ese momento, un autobús de la EMT pasaba a toda velocidad por
delante de mí. No lo había visto y un segundo antes, me hubiera
chafado. Seguro. Gracias al saludo de aquella chica desconocida, me
había salvado de morir atropellado. Sí, aquella morena que no conocía
de nada, me había salvado la vida.
En el coche, de camino a casa, trataba de recordar como era ella y
hacía memoria por si recordaba quien era. Tendría unos 25 años y era
morena con el pelo largo. La cara, por más que lo intentaba, no la
podía recordar, solo había visto su sonrisa, preciosa por cierto, que
me había iluminado el día, con unos dientes blancos perfectos, del
color de la luna llena.
Enfrascado en estos pensamientos llegué a casa. Solo Cayo, mi perro,
salió a saludarme meneando la cola y haciendo cabriolas. Llevaba la
correa en la boca. Era su hora del paseo. La ducha tendría que
esperar. Desde que murió mi padre, tras una larga enfermedad, hace ya
casi 2 años, mi madre , dedicada en cuerpo y alma a cuidar a mi padre
durante casi cinco años, había revivido. Se había apuntado a un club
de amas de casa y a otro de jubilados. No paraba. Viajes, fiestas,
clases de baile, de costura, exposiciones… ¡Vamos! ¡Qué casi nunca
estaba en casa! Esta semana estaba en Galicia, haciendo el Camino de
Santiago. ¡A los 73 años!
Tras la ducha y un bocata, el sueño comenzó a conquistarme y mientras
cerraba los ojos, mi último pensamiento fue para aquella sonrisa,
aquella boca, aquel bello sueño.
El teléfono móvil no paraba de sonar. Medio dormido, acerté a cogerlo
de encima de la mesilla de noche, tras haber estado palpando en la
oscuridad unos segundos.
- Diga… - dije con voz de ultratumba.
- ¿Te he despertado tío? - dijo la voz al otro lado.
- ¿Tú que crees? Un sábado a las 8 de la mañana, lo normal es que esté
sobando.
- Pues se te acabó el chollo. En media hora te recojo y nos vamos a
por las entradas del concierto del Canto, que si no vamos pronto, fijo
que nos quedamos sin ninguna. Es el concierto del año tío.
- Bueno, ahora bajo. Espérame en el bar y desayunamos.
- Cinco minutos - y colgó.
Después de un café con leche y un par de valencianas sucadas, nos
fuimos hacia la Plaza de Toros. Las taquillas abrían a las 9 y eran
menos cinco.
Al llegar… ¡Flipamos! La cola daba dos vueltas a la manzana y el
ambiente era tenso. La gente sabía que no habría entradas para todos.
Se empujaban y arremolinaban junto a las taquillas, provocando un caos
inmenso. Mi amigo dijo que, o se colaban, o se quedaban sin entradas.
Era misión imposible. Empezaron los empujones y las avalanchas. Hacía
mucho calor, demasiado. La hora se acercaba y la gente se ponía muy
nerviosa.
De pronto una mano me cogió la mía e inexplicablemente tiro de mí
hacia un lado, sacándome suavemente de la avalancha que se avecinaba.
No sabía muy bien como, pero los gritos de la gente se perdían y me
envolvían en un velo, una especie de cortina de protección me envolvía
desde el momento en que esa mano, suave, tierna y tibia, me arrastraba
y no podía ver de quien era.
Cuando sentí que me soltaba, toda esa magia se perdió y volvieron los
gritos, las sirenas de la policía, el caos más absoluto.
Buscaba con la mirada aquella mano que le había sacado de allí y que
me había salvado de ser aplastado.
No se por qué, pero estaba convencido de que había sido ella. La
buscaba con la mirada. Miraba a todas partes, pero no la encontraba.
De repente caí en la cuenta de que mi amigo estaba en medio del
mogollón.
La policía ya había llegado e intentaba poner orden a ese inmenso
caos. Las ambulancias llenaron todo con su ruido y sus luces
amarillas. Y entre el ruido de la gente, yo me envolvía en el velo de
su caricia, sin poder encontrarla.
Entonces la vi. Estaba a unos pocos metros, mirándome y sonriendo.
Volvió a agitar la mano saludándome.
No pude hablar, sólo mirarla y levantar la mano.
Una ambulancia pasó entre nosotros y por un breve instante la perdí de
vista. Cuando ya había pasado la ambulancia, volví a mirar pero, ya no
estaba. La busqué con la vista, corrí hacia allí pero en el camino, vi
a mi amigo en una camilla medio asfixiado, con una mascarilla de
oxigeno. Me fui con él al hospital. En el trayecto pensaba que yo
estaría en el lugar de mi amigo de no haber sido por aquella mano,
aquella chica, aquellos labios de seda con su sonrisa perfecta.
Dos días estuvo mi amigo en el hospital recuperándose. Tenía una
pierna rota y una costilla también, que le apretaba los pulmones y le
dejaba respirar pero con dificultad. Había vuelto a nacer, decía,
había estado muy cerca de la muerte.
Yo no. A mi ella me salvó. Dos veces en menos de veinticuatro horas.
Era mi ángel, mi ángel de la guarda, que dulce compañía, que no me
dejaba solo ni de noche ni de día, como la oración que me enseñó mi
madre cuando era muy pequeño.
Aturdido y abrumado me fui hacia casa. Estaba muy cansado y solo.
Bueno solo no, estaba Cayo que siempre meneaba la cola y se alegraba
de volver a verme, ajeno al caos que yo había vivido hoy en la cola de
las entradas de aquel puñetero concierto.
- Vamos Cayo, paseemos un rato. Nos vendrá bien.
Bajé al parque y me senté en un banco. Cayo realizaba su ritual
habitual: mear en los mismos árboles, oler las mismas esquinas,
ladrarle a los mismos perros. Yo mientras no podía dejar de pensar…
¡En ella! ¿En quién si no?
Apoyé mis codos sobre las piernas y la cabeza sobre las manos,
mientras miraba al suelo, perdido en el embrujo de su recuerdo.
Noté como alguien se sentaba a mi lado, pero no levanté la cabeza. No
podía. Había recordado su sonrisa y la buscaba entre las formas de la
gravilla y las ramitas caídas que había en el suelo.
Una voz angelical sonó a mi lado:
- ¿La encuentras? – preguntó.
Levanté la cabeza y estaba allí, a mi lado. La sonrisa más perfecta
del mundo, los labios más sensuales imaginables, los ojos más dulces
nunca vistos.
- Sí. Es tu sonrisa y la tengo delante - respondí.
Se acercó lentamente mientras me miraba a los ojos. Olía a azahar y
agua del mar. Entonces me besó. Fue el beso más intenso y sensual de
mi vida. Cerré los ojos para sentirlo más intensamente y de repente,
sus labios se separaron de los míos, noté como acariciaba mi pelo y al
abrir los ojos… ¡Ya no estaba!
Había desaparecido.
Solo Cayo me miraba sentado frente a mí a dos metros, con la correa en
la boca, esperándome. Volví a casa pensando que fue un sueño. Un sueño
del que nunca me hubiese querido despertar.
Han pasado más de tres años. Todos los días bajo con Cayo al mismo
banco. Sueño que aquello me vuelve a pasar. Sueño que mi ángel aparece
de nuevo para besarme. Sé que volverá. No pierdo la esperanza.

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