título: cosas pendientes de averiguar título: cosas pendientes de averiguar autor: ====== andrés morales rotge
Título: cosas pendientes de averiguar
título:
cosas pendientes de averiguar
Autor:
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Andrés Morales Rotger
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AGENCIA.— El investigador hispanosuizo Cristóbal Schwartz domina los
pronósticos para el Nacional de Bioquímica por sus ensayos sobre la
regeneración celular a partir del comportamiento de la epidermis en
determinadas especies de ranas. Fuentes próximas al jurado califican
sus estudios como un pequeño gran paso de la humanidad hacia una
longevidad hasta ahora insospechada.
cosas pendientes de averiguar
Ese día pagué yo. Fue en la farmacia, en la sección de cosmética. Me
había hecho el propósito de no pagar; pero sin saber por qué eché mano
a la cartera. Ésta es una de las cosas que tengo pendientes de
averiguar: la incontinencia de algunos de mis gestos. Pero el caso es
que no me pude contener, me adelanté a Beatrice y aboné el importe. Y
ese gesto me incomodó. Pero no me incomodó por el dinero en sí, sino
porque mi esposa llegue a sospechar que ando apaleando millones.
—De vez en cuando aún consigues sorprenderme, Cristo —hay una
inesperada sonrisa de desconcierto en los ojos de ella.
Ese día Beatrice y yo habíamos acudido por medicamentos y cremas de
belleza a la farmacia. Hidratantes, colágenos, retinol y cosas que
ahora no recuerdo. Lo que sí tengo en mente es que por el
vasodilatador que me receta el cardiólogo no me cobran más de un euro
cincuenta. Por contra, la asignación de Beatrice para cremas faciales
y demás preparados cosméticos rara vez baja de los ciento cincuenta.
Pero ése era un tema sin importancia desde que Cristóbal descubrió los
inescrutables designios de la providencia y el alma misteriosa del
azar.
—Me quedo también con este estuche de Sensilis Upgrade, ¿me escuchas?
—Beatrice vende imagen con todo lo imaginable; ahora, por ejemplo, con
la mano izquierda se desnuda el rostro de mechones con la ingenua
desenvoltura con que antaño se desnudaban las cortesanas venecianas.
Sí a todo. Cómo iba a negarle el capricho a esa belleza para hombres
entendidos que aún es mi mujer. Porque los años pasan por encima y no
hay forma de sacudírselos. Pero el desparpajo en el vestir, la alegría
del cabello alrededor de la cara, su cuerpo indomable manifestándose
constantemente bajo la ropa y esa alma suya poniéndole a la calle el
rótulo de atención «mujer muy especial cruzando la calzada», esto, en
mi modesta opinión, esto sí que resta años. Y así, aunque dos décadas
y media de casado traen consigo pequeñas arrugas, parece que, de
momento, éstas estén diseñadas expresamente para darle solidez a su
rostro. Por ello Cristóbal no pone objeciones a que añadan a la cuenta
el estuche de la Sensilis esa y todo lo que a Beatrice le venga en
gana.
—Gracias, Cristo, eres un cielo —habla sin mirarme, mientras el vuelo
rasante de su mano agarra la bolsa que le tiende la dependienta.
Es una suerte que el azar haya puesto en mi vida a Beatrice. Es una
suerte que el azar me pusiera a tiro aquel fabuloso premio económico.
Y una suerte aún mayor que me diera por investigar la epidermis de
ciertas especies de ramas. Una triple conjunción planetaria en la casa
de la suerte, sí. Y ésta es otra de las cosas que tengo pendientes de
averiguar: por qué tengo la suerte de tener tanta suerte. Fue la
temporada en que me encerré en el viejo laboratorio a procesar
resultados. Lo recuerdo bien, porque Beatrice no se cansaba de
preguntar en qué estás metido, Cristo, que no te acercas por casa ni a
la hora de la cena, molesta porque pasaba horas confinado en una sala
de la Farmacéutica donde trabajo y cuyas instalaciones en desuso me
fueron cedidas, no sin cierto recelo, sólo temporalmente, Sr.
Schwartz, quede bien entendido, para mis I+D+I de lobo solitario. A un
lado los cromatógrafos de gases; al otro las resonancias magnéticas y
en la esquina del alicatado el microondas donde me preparo, entre
muestra y muestra de epidermis de rana, las pizzas cuatroestaciones y
la mussaka gratinada sin apearme del taburete. Eso componía mi tiempo
de trabajo, mi tiempo de descanso y mi tiempo libre. Comida
precocinada, noticias vía Internet y la CPU del ordenador procesando
datos. El taburete frente al blanco de la poyata en íntima mezcla con
el recuerdo de la bata sin atar de Beatrice perturbando con su
blancura mi trabajo. Internet y los resultados de La Primitiva que me
iba descargando en mi tiempo libre. Me bajaba los resultados de los
sorteos, los filtraba por el ordenador y le metía el diente a la
pizza. Así hasta que reuní en un boleto los números que menos
frecuentaban los sorteos, y numerosos e insospechados datos sobre el
comportamiento de la epidermis en determinadas especie de ranas. De
esa guisa fue cómo reunió Cristóbal su triple suerte: el azar de los
números más primitivos, el azar de la biología y el azaroso azar del
amor de Beatrice.
—No hay ninguna mano negra que detenga las bolas a la salida del
bombo, ¿verdad Bea?
—A veces pienso que chocheas. En serio: chocheas mucho, Cristo. —Y sin
ninguna compensación emocional se me quitó de encima con otra
pregunta—. ¿Te gusta mi nueva sombra de ojos? —ambos estábamos ya en
los cincuenta; pero a ella aún le quedan un par de ojos magníficos y
un cuerpo perfecto con ropa, sin ropa y en ropa interior.
Todavía permanecí tres días más a tiempo completo en mi particular
I+D+I, por aquello de a ver si tengo suerte. Y al cuarto día, que era
jueves, sucedió. La fortuna quiso que la mano negra se apartara y las
seis bolas que cayeron coincidieran con mi boleto. Ese fue mi primer
logro o golpe de efecto. Acertante único del Eurobote. Un premio que,
lejos de apartarme de la investigación, me sumió con más confianza en
el proyecto que estaba desarrollando. Ahora, todo el tiempo de
Cristóbal pertenece a Cristóbal. Cien por cien.
Así pues, sin urgencias de dinero ni de plazos, porque en esta
empresa, Sr. Schwartz, nos marcamos objetivos que hemos de asumir
todos, y todos somos todos, incluido usted, Sr. Schwartz, que le quede
bien entendido, me volqué en mis ranas y en el contenido acuoso de sus
dermis. En cuanto al premio, lo diversifiqué en varias gestoras de
fondos. A ella, a mi esposa, de momento ni media palabra, por miedo a
que tan importante suma desbaratara nuestra convivencia. Ésta es una
cosa más que tengo pendientes de averiguar: cómo conseguí contener mi
euforia los días inmediatos a la consecución del premio. Incluso creo
que ella estuvo en un tris de descubrirlo cuando ordenaba el ordenado
desorden de mis papeles.
—Mira que te tengo dicho que no andes en inversiones riesgosas —tenía
el pelo caído sobre la cara, impenetrable, temperamental, alegre y
personalísimo, mientras tendíamos las sábanas a lado y lado de la cama
donde ella me había dicho que no tantas veces—, no necesito vivir
rodeada de orquídeas, Cristo.
Me complace ayudar a Beatrice en la casa. He descubierto que la carga
compartida une a la pareja. De ahí que, mientras hacíamos la cama,
detrás de la cortina de su cabello descubrí una chispa de pícara
complicidad en sus ojos. Ya casi me había olvidado de su forma de
mirar, como retando a la gente, cuando de pronto reconocí en su cutis
una luminosidad remozada que pujaba por ganar protagonismo. Y entonces
pensé que quizá sí. Aunque todavía fuese prematuro. Aunque podía
tratarse de uno de esos espejismos que crea la reflexión de luz al
atravesar las capas del deseo. Pero aun así, aquella luminosidad me
ilusionaba. Algo en mi interior me gritaba que lo había conseguido:
las líneas de fatiga que traen los años comenzaban a borrarse del
rostro de mi mujer a ojos vistas.
De ser cierto significaría mi segundo golpe de suerte. Mi gran logro.
Y lo que en principio suponía un estudio colateral al ensayo con las
ranas se convirtió, gracias a una corazonada increíble, en un
descubrimiento que nos cambiaría la vida más allá de cualquier
especulación, fantasía de amor, o paraíso artificial que pudiera
imaginar. Un hallazgo fruto de la casualidad, como acontece a menudo
con los hallazgos importantes. Porque el caso es que estuve a punto de
atribuirlo todo a un error más; de desestimar los resultados y
achacarlos al mal funcionamiento de los aparatos. No eran fiables;
activos del viejo laboratorio que yo me había apropiado. Olvidé mi
porción de pizza en el microondas y repetí la determinación.
Imposible. Se trataba de un fallo del cromatógrafo. A ver cómo se
explica, si no, que no se hallaran trazas de agua pesada en el plasma
de las ranas sometidas a estudio. Científicamente absurdo: ni rastro
de agua pesada. Había que proceder a calibrar todo el utillaje. Y a
cotejar conceptos. Pero al cabo, el tiempo le ratificó a Cristóbal los
primeros resultados. No cabían dudas: el agua pesada se encuentra en
proporción de 1 a 5000 respecto al agua ordinaria, pero en los
epitelios sometidos a control no aparecía ni el más mínimo indicio de
ella. 0,0 %. Nada.
—Pero, ¡¿qué te has hecho?! —con el estupor pintado en la cara, la
farmacéutica le tiene cogida las manos a Beatrice llevada por esa
espontaneidad que traen consigo los años de trato y la fuerza de la
sorpresa.
—No te burles de mí, haz el favor. —Ni rastro de aquellas lívidas
bolsas bajo los párpados. Beatrice esconde la cara entre las manos
juntas, simulando sonrojarse. La veo dar golpecitos histéricos de
tacón al suelo; mínimos saltos frente al mostrador. Estaba radiante
con el cabello descolgado sobre la cara. De hecho, aquel mismo día, la
estuve esperando en el Cafe di Roma, a dos pasos de allí. Hacía años
que no se hacía esperar. Al parecer su estilista la entretuvo más allá
de lo razonable.
—Un horror. He tenido que esperar un siglo para estas cuatro mechas
—el cabello flotando a cámara lenta en el aire —un siglo, Cristo—. Y
por primera vez en mucho tiempo, Beatrice me besó en la boca.
Y Cristóbal empezó a creer en los milagros. Gracias al agua libre de
contaminación que iba reuniendo, Beatrice había triplicado su apetito
por la vida. Un agua increíblemente pura, sin restos de agua pesada,
obtenida con pasmosa facilidad mediante enzimas aislados en la dermis
de las ranas. Un agua sin rastros de ese pesado contaminante que, aun
siendo en apariencia igual al agua ordinaria, impide que las semillas
germinen, provoca que desfallezcan de sed los ratones y mata de
arrugas la juventud.
Las expectativas más optimistas se cumplían. La prueba definitiva la
obtuve al mes de tratar a Beatrice con agua descontaminada. Ahí mismo,
una tarde en que Beatrice regresaba del dentista, en ese mismo Cafe di
Roma, ella removiendo la sacarina de un descafeinado desnatado y yo
sosteniendo una taza de Blue Mountain, probablemente el mejor café
jamaicano. Y el camarero que no le quitaba ojo, con intenciones de
llevársela prisionera. O quizá sólo fueron figuraciones mías. Celos,
más bien. Otra más de las cosas que tengo pendientes de averiguar: por
qué, en aquella época, mis tripas comenzaron a padecer encarnizados
ataques de celos.
—Y no te lo pierdas, Cristo. Ahora el dentista me pone el grito en el
cielo porque tendrá que devolver la funda de cerámica. Y a vueltas con
que no le encuentra explicación para que una pieza se regenere de
pronto así, como por obra de magia. ¡Que se regenere por sí sola! Y
venga a revolver y revisar radiografías. —Se ríe Beatrice, se pasa la
lengua por la punta de los dientes. Se acerca la taza a los labios.
Bebe. Se pasa de nuevo la lengua como en un anuncio de lápiz labial. Y
el camarero ese que al final me va a consumir la poca paciencia que me
queda.
No sé si el episodio del dentista constituía la prueba definitiva que
corroboraba mi hipótesis. Pero después de aquel Blue Mountain, con
absoluta seguridad el mejor café, aumentó considerablemente mi
confianza en el sistema de purificación del agua por medio de los
enzimas dérmicos de cierta especie de ranas. Desde aquellos cafés
jamaicanos, el día se me iba en envasar agua en el laboratorio. Agua
de vida. Extracción del enzima. Valoración, depuración, embotellado.
El origen de la vida fue el agua. No es de extrañar que Afrodita
naciera del mar. Agua ligera que yo preparaba a diario para Beatrice.
Que nunca le faltara mi agua a ese cuerpo que de repente comenzaba a
descontar años. De ningún modo acababa de cumplir los cincuenta; que
nadie se engañe. De repente mi mujer tenía cuarenta y dos, a lo sumo
cuarenta y cuatro años. Y Cristóbal le prepararía el agua necesaria
para su cuerpo de agua, para sus ojos de agua, para su temperamento de
agua. Diariamente.
Beatrice entró en la alcoba con un vaso en la mano. Quiso saber qué
trajín era ese que me llevaba con las botellas de agua, que por cierto
vienen desprecintadas de un tiempo acá, Cristo, e interrumpiendo su
plática para dejar el vaso en la mesita junto a un blíster de
comprimidos, y para colmo sin etiqueta, que es lo mismo que decir sin
marca, y abriendo la cama, que no sé si fiarme yo de esa agua
misteriosa que además tú nunca bebes, Cristo, y doblando las rodillas
para colarse entre las sábanas, que ni la pruebas, vaya, mostrándome
un camisón cuya frágil tela comenzaba a deslizarse por los muslos
sólidos y limpios de celulitis de una mujer cuya belleza marea.
Unas piernas torneadas, de corvas pronunciadísimas y tobillos
estrechos de cierva núbil. Esa noche descubrí a una rejuvenecida
Beatrice frente a mí, más dispuesta, más cercana, más apegada, más
ardiente. Tumbados de perfil, el uno frente al otro. Rocé la tibieza
de su vientre y ella adelantó las caderas para acoplarse. Desde que se
le agotara ese deseo que jamás se agota aquella iba a ser nuestra
primera relación sin necesidad de aplicarse lubricantes espurios. Un
encuentro largo tiempo esperado y que ella auspiciaba esa noche de
forma insólitamente espontánea. Porque aun antes del primer roce su
entrada aparecía ya empapada de esencias secretas. Ella se enredó en
mi cuerpo y yo le hice el amor. Porque sólo se hace el amor cuando
valoras lo que la palabra amor significa. Antes de los cincuenta y
cinco yo la desconocía aún. Pero esa noche Beatrice me la enseñó con
ese vigor de que hacen gala las hembras en su mejor edad. Y a la
vuelta de esa muerte transitoria que es el orgasmo alcancé a ver cómo
le brotaba el sudor por todos y cada uno de sus poros, cómo se
apartaba el pelo pegado a la cara y cómo extendía un brazo brillante
para asir el vaso de agua que la esperaba en la mesita.
—Tengo que tomar una al día. Mi ginecóloga me ha aconsejado prudencia
durante unos meses. —Y ese pequeño gran gesto diferencial marcó el fin
de mis dudas. Beatrice presionó sobre el blíster, extrajo una gragea y
la empujó con un poco de agua. De mi agua de vida. Y ahora puedo
afirmar con toda certeza que el agua de la fertilidad que destilo ha
logrado que su número de oocitos comience a crecer. Que mi esposa haya
alcanzado, por definirlo de algún modo, su segunda menarquia. A
Beatrice le ha venido por segunda vez la primera regla—. ¿Porque no te
apetecerá ser padre a tu edad, verdad Cristo?
Durante el tiempo que tardé en asimilar la pregunta que Beatrice me
lanzaba así, al desgaire, me perdí la mirífica visión de un culo de
hembra rotundo, renegrido de rayos uva, cruzar frente al espejo de la
cómoda camino del baño. Y aun, a lo largo de los siguientes días
después de aquella primera gran noche, interrumpía ocasionalmente mi
particular proceso de envasar agua para preguntarme por qué nunca me
había planteado ser padre y si aprovecharía o no, en lo sucesivo, esa
segunda oportunidad que el útero de Beatrice me brindaba para consumar
un embarazo. Ésa es otra más de las cuestiones que me quedan por
averiguar: por qué Bea y yo nunca habíamos hablado de ello, de ser
padres. Pero para cuando volví en mí con la solución a la respuesta ya
era tarde. Beatrice se había convertido en brillante ejecutiva cuyo
perfil se ajustaba al de Director Financiero para empresa en
expansión, líder en su sector, de 35 años y amplia experiencia,
titulación superior, presencia intachable y con capacidad para liderar
un equipo y asumir y alcanzar los objetivos propuestos.
—Tienes el congelador lleno, Cristóbal —la sorpresa me tiró dos pasos
para atrás. Cristo ya no era Cristo sino Cristóbal. Para ella había
pasado de ser Cristo a ser don Cristóbal Schwartz: bioquímico
investigador en una multinacional farmacéutica—. Y si no siempre te
quedan tus cuatroestaciones y tus mussakas. —Beatrice arrastra una de
esas maletas con ruedas por el parqué, metida en un sastre blanco
firmado por Armani (o imitación, no sé), de cuello chimenea y falda
lápiz, bastante corta, que le dibujaba una figura delgadísima. Zapatos
de tacón alto y cartera ejecutiva para asistir a una conciliación
intercompañías, en el Eurostars Grand Place de Bruselas.
A su regreso de Bélgica le esperaba una piscina en la despensa. Pilas
a tres alturas de envases retráctiles y botellones de 18,9 litros, de
esos que se colocan bocabajo en la fuente dispensadora.
—Un par de días con dolor de cuello. Por lo demás, todo bien, aunque
muy triste Bruselas —y sin detenerse en más comentarios toma de la
fuente un vaso de agua, de “mi” agua, y bebe sin reparos, como un
gesto más de la rutina diaria.
Pero esa misma agua, a la vez que la empujaba a desordenar nuestra
cama, también la mantenía alejada de casa. Porque fue en ese tiempo
cuando, paradójicamente, abrió las puertas y salió a buscarse fuera de
casa. Se buscó a sí misma en el éxito profesional, en otros círculos
de amistades, en nuevas fórmulas para reinventar su vida. Y en un
gimnasio para su cuerpo recién estrenado.
—Necesito un gimnasio con spa, Cristóbal. —Beatrice ha dejado a un
lado la bolsa de deporte. Destaca su cabello revuelto y un piercing,
una joya corporal trabajada en acero quirúrgico y forma de dragón que,
según sus palabras, se hizo implantar para impedir que nadie se le
aproximara en busca de tesoros por debajo de su ombligo. Vaqueros de
talle bajo y un dragón vigilante bajo un top muy alto. Todo cuerpo
nuevo requiere nuevo uniforme.
Beatrice no desentonaba con las jóvenes de veinticinco porque su
fisiología se correspondía célula a célula con una mujer de
veinticinco. Donde empezó a desentonar fue en el trabajo. En cualquier
gestión de responsabilidad. Demasiadas ansias por salir, por exhibir
en público sus piernas fuertes, por recolectar halagos para sus senos
valientes, por disfrutar de ese cuerpo que le exigía disfrutar, por
andar por casa medio desnuda, en falda corta y lencería de color.
—Ahora no, Cristóbal. No es momento de que pienses en besarme los
pechos —sobre el nacimiento de su seno izquierdo alza el vuelo el
tatuaje de una mariposa azul, en clara referencia al deseo de moverse
sin rumbo ni propósito fijo.
—Es una mariposa azul, ¿te gusta, Cristóbal?
—Es un tatuaje, Bea. Y no me gusta —le miento.
Ésa es una de las cosas que se me hacen más difíciles de averiguar;
por qué la esperaba hasta bien salido el sol, sólo por curarle esa
piel de mariposa que ella se había lacerado por propia voluntad. La
esperaba con gasas, loción antiséptica y una crema antibiótica al
caso, hasta verla aparecer en la alcoba y desprenderse del sujetador
con un encogimiento de hombros. Entonces yo le sanaba las alas a su
mariposa azul e imaginaba lo que sucedería si además del sujetador se
soltaba el pelo y la lengua y me detallaba lo que le había deparado la
noche antes de desplomarse rendida de sueño.
En cualquier caso nunca cruzó esa línea tan íntima de la discreción.
En realidad creo que Beatrice nunca llegó a contarme nada. Tampoco
creo que hiciéramos el amor durante los diecisiete amaneceres,
contados de uno en uno, en que acudía a mí para que le extendiera la
crema sobre su seno izquierdo. O tal vez sí. Puede que la última
madrugada se deslizara sobre mí y me llenara de mujer, tal vez como
muestra de gratitud. No recuerdo exactamente. Aunque Cristóbal guarda,
sí, el espejismo de un beso de rojo fuego que se le clavó en la
respiración, prolongado, mordedor, caliente y duro, como aquellos que
le estampaba hará pronto treinta años.
Y después de que le curara las alas, la mariposa echó poco a poco a
volar.
Así que descolgó los títulos de la pared, celebró una fiesta a lo
grande, estrenó tatuaje y se despidió de la empresa, sabedora del
futuro que tenía para encontrar ocupaciones más de su agrado.
—Tengo que trabajar la expresión corporal. —Beatrice no era una
belleza; pero se ajustaba a las medidas corporales en alza en ese
momento. Mostraba un rictus despectivo de fastidio, sensual y distante
que no le pasaba desapercibo a las cámaras, un primer plano de belleza
reprimida y labios apretados, así como un pelo personalísimo y
permanentemente prendido en un carnaval de colores—. Me han dicho que
tengo aptitudes.
Por la calle. Resulta que, a plena luz, un personaje con barba de días
y coleta había abordado a mi Bea con el cuento de que tenía aptitudes
de modelo. Y que me fuera ya mismo con él y que no me preocupara y que
un porvenir de la hostia y que esa misma mañana me colaría en un
casting. Así fue cómo le cayó encima y se la llevó a la agencia. Le
prometió introducirla en el mundo de la moda y, por inverosímil que en
principio pareciera, resultó ser cierto.
Durante el tiempo que Beatrice habitó las pasarelas y estudios de
publicidad hubo de someterse a pautas dietéticas severas y a una
estricta disciplina de horarios que la apartaron, por el momento, de
las bolas de espejo y el carrusel de luces de las discos. Me
atemperaba el hecho de que con relativa frecuencia, si no a diario, se
recogiera en casa, nuestra casa aún por llamarlo de algún modo, donde
podía darle a beber el agua de vida que yo le preparaba en el
laboratorio. Yo me encerraba frente a mis cromatógrafos y resonancias
y pizzas cuatroestaciones, y ella recorría esa pasarela entre el sueño
y la realidad de niña mimada de las agencias. Yo avanzaba en mi tesis
sobre la dermis de algunas especies de ranas y Bea llenaba portadas
con su rostro de jovencita que sabe mucho para su edad, con su eterna
expresión de mujer despechada y despreciativa, de ojos secos y labios
de piedra, que de tanto en tanto dejaban escapar algo así como una
minúscula partícula luminosa.
Para mí que no eran fotos de mi esposa. La veía rara, como si se
hubiera instalado en el suicidio de la droga. Muy rodeada y aplaudida
en boca y en mano de todos. En labios y dedos de todos. La veía
hermosa y distante y más delgada, excesivamente delgada en un falso
robado de playa junto a un futbolista galáctico. Insisto: sólo son
sospechas mías; pero la delataban la perversa lentitud de sus gestos y
un brillo encendido en los ojos. Hasta que al fin sucedió. Beatrice me
miró como desde lejos, sacó un cigarrillo y escapó para siempre de
casa, dejando un grumo de ceniza en la mesita de noche y un vacío
letal en lo que fuera nuestro dormitorio. Sucedió después de la cena.
Encendió el cigarrillo, entró en el baño y echó al cubo su colección
de hidratantes, exfoliantes y retinoles. Sólo precisaba mi agua. Ella
lo desconocía aún; pero con mi agua libre de isótopos pesados había
suficiente. No precisaba de más; aunque ella no lo supiera.
Salió de mi vida tan solo con el cepillo y la pasta dentífrica. Me
parece que todavía oigo las cuatro o cinco palabras que Beatrice dejó
caer antes de irse, sin apenas abrir los labios.
—Voy a irme. Te dejo, Cristóbal —me dio dos besos y se fue de casa.
Sin escenas. Me deseó la mejor de las suertes y me pidió siete veces
que la perdonara—. Perdón, perdón, perdón, perdón, perdón, perdón,
perdón —como siete redobles de tambor durante una ejecución pública.
Cristóbal vagó cuarenta días con sus noches por estancias
deshabitadas. La vida durante los días que siguieron al abandono de
Beatrice resultaba espantosamente grande. Me vine abajo como un
castillo de naipes al que le hubieran sustraído de pronto la dama de
corazones. Hasta que una mañana sin viento me acerqué a la agencia de
modelos, un día después de que se cumplieran cuarenta días sin ella.
La fui a buscar, pero no estaba. Ésa es otra de las cosas que tengo
pendientes de averiguar, por qué tardé cuarenta y un días en acercarme
a la agencia. Pregunté por ella, se llama Beatrice, es la más bonita
de todas y la he querido hasta el límite.
—A su hija hace días que no la vemos por aquí.
Le señalé a la recepcionista un póster de dos por dos metros de mi
esposa enmarcado en la pared. Atrapada en un fogonazo de luz, con el
cabello cayéndole por el costado como cortina de humo. Le señalé la
foto y le dije a la señorita de recepción que aún la estaba queriendo,
a ella, a Beatrice, y que nada tenía sentido sin ella.
—Lo siento —Mirándome desconfiada. Primero sin añadir más nada; para
luego, al cabo de un silencio espesísimo, subrayar que hoy no había
venido.
—No ha venido. Beatrice no ha pasado hoy por la agencia.
Pero resulta imposible para un futbolista galáctico y una top vivir en
el anonimato. Al poco los medios del corazón sacaron imágenes de
Beatrice en un programa. Se había evaporado: brazos delgados como
palos y muslos de dieta, sin apenas quilos en los huesos. Pese a todo,
Cristóbal aprendió a vivir con ella en el pensamiento. Nada importaba
que decidieran establecer su residencia en otra ciudad. Volvía a saber
de Bea. Habían capturado una instantánea de la pareja en Santiago
cenando en el Hostal dos Reis Católicos. Una ciudad donde fui feliz
con ella visitando la colegiata, sus conventos, sus más de doce
iglesias, los monasterios, pazos, colegios, seminarios. Una ciudad en
la cual reside un empresario amigo mío, propietario de una importante
distribuidora de refrescos y bebidas, con entidad suficiente para
cubrir la demanda de la zona norte de Galicia.
Cené con él; con don Jesús Fuentes. Suso para los amigos. Quise cenar
en la misma mesa donde Beatrice y su enamorado fueron sorprendidos por
los paparazzi. Pregunté por el menú que supuestamente encargaron según
la prensa rosa: morro porcino y bacalao con pasas, queso de Arzúa,
vinho de Ulloa y aguardiente. Me parece, no estoy seguro. Aunque el
maître me certificaba que eso fue lo que eligieron para cenar: bacalao
y morro. Lo que sí puedo asegurar es que al día siguiente amanecí
propietario del cuarenta por ciento de la empresa de mi amigo Jesús
Fuentes. Nada más despertar contacté con mi sucursal y ordené una
trasferencia, con cargo a las rentas del eurobote, a favor de don
Jesús por el total de las participaciones que adquirí de su negocio.
Así fue como me convertí en almacenista y distribuidor de bebidas con
derecho a camión, ayudante y dietas, lo cual, dicho sea de paso, no
dejó de sorprender a mi amigo Suso por lo absurdo del antojo.
—Lo del camión de reparto—se empujó el aguardiente en dos sorbos
largos—, lo del camión, lo del ayudante y las dietas para el almuerzo
me lo vas a tener que detallar mucho mejor, Cristóbal.
Suso se despachó a gusto conmigo. Al empresario Jesús Fuente le asomó
una marcada expresión de burla en el rostro. El precio era alto, de
acuerdo. Pero era un dinero bien empleado, pienso. Es más: cualquiera
puede arruinarse por amor o por odio o por despecho sin darse cuenta,
sin necesidad de justificaciones. Por una mujer así. Y yo había tomado
la determinación de no abandonar a Beatrice a su suerte. De impedir
que una sola célula de mi esposa envejeciera nunca. Y para impedirlo
Cristóbal precisaba suministrarle esa agua sin trazas de contaminantes
pesados que él le preparaba. Aunque ello significara mantenerse en pie
para siempre. Vivir para que ella viva.
Embutido en el buzo de reparto no me reconocería. Unos kilos de menos
y una barba entrecana harían el resto. Y el agua. Sobre todo el agua.
He bebido el agua de vida, pura y absolutamente libre de su fracción
más pesada. Me he visto forzado primero a atenuar y luego detener el
paso de mi propio tiempo para cuidar de Beatrice. En ningún caso puedo
desaparecer de su lado. No puedo dejarme ir sin que oiga antes mi
última declaración de amor.
Asistido por mi ayudante repartía cargas de cinco galones en una zona
residencial, próxima a Santiago, donde Beatrice y su centrocampista
habían reformado un antiguo pazo.
—Seis botellones, don Cristóbal —mi ayudante irrumpe en mi despacho
laboratorio donde mato las horas depurando agua. Sostiene el albarán
de pedido en alto y una sonrisa de triunfo parada en la boca—, seis
botellones para su chiquitinha y ese futbolista do carallo que se la
quiere robar.
Me apresto a acompañarlo. Me meto en el mono de repartidor y subo al
camión. Quiero asegurarme de que el agua de Beatrice llegue a su
destino. De vez en cuando alguna botella de 18,9 litros iba a parar a
alguna familia de la zona. Pero eso sólo significaba un pequeño
beneficio colateral para ellos y más trabajo de depuración para mí.
Por eso quizás es por lo que no me pierdo un reparto destinado a Bea.
Para seleccionar los botellones que se entregan y para buscar esa
suerte que me permita verla otra vez. Descargábamos el agua, la
acomodábamos en la carretilla y pulsábamos el videoportero.
Inevitablemente nos reconducían a la entrada de servicio.
Hasta que llegó el día en que nos franquearon el acceso que cruza el
jardín de la finca.
Y allí vi a mi esposa. A Beatrice y su mariposa azul. Sentada en un
columpio cuyo balanceo le confería una ingravidez feérica o de cuento
de hadas. Tenía una mariposa también azul, bordada en el muslo largo
del bluejean con pedrería Swarovski, y el cutis aún más rejuvenecido
si cabe. Era otra vez la chica que había nacido para destacar, sentada
sobre un balancín de dos plazas.
Volvía a ser ella, a ser otra, una ninfa de Nabokov, no sé. Pasé con
mi carga de agua junto al balancín y se detuvo a mirarme con ese vago
interés de quien recuerda algo. Por un momento sospeché que había
despertado su atención. Pero enseguida se alzó un infranqueable mohín
de desdén y una línea roja marcada a fuego entre ella y yo.
Aun así me enamoré de la imagen de Beatrice en el columpio y su
mariposa azul bordada en el largo muslo del bluejean. No podía dejar
de verla. Desde entonces vivo de las pizzas y la mussaka y de las
quemaduras que me provoca cuando cruzo la línea roja y consigo
aproximarme mínimamente a ella. Y yo me quedo con esa nueva imagen
suya que me remite más y más cerca del punto cero de nuestra
existencia. Con su hermosura insoportable. A Cristóbal le vale con
cualquier imagen suya que le permita soñar con lo que hay más allá del
día siguiente. Más allá de la próxima vez que la vea.
Y ésta es otra de las cosas que tengo pendientes de averiguar: la
razón de que un hombre viva de por vida pendiente de una mujer.
Siempre pendiente de la próxima vez que se encuentre con ella. El
porqué de esa dependencia.
Pero eso nunca se lo he preguntado ni se lo preguntaré a Beatrice.
Cristóbal Schwartz sube al camión de reparto, guarda el albarán en la
guantera y entorna los ojos. Su ayudante arranca el motor y cierra la
puerta. Mientras va cogiendo el sueño, por su cabeza rema, ni muy alta
ni muy baja, una mariposa azul cuyas alas había sanado él para que
echara a volar. Nace del seno izquierdo de Beatrice y despliega al
cielo azul los cuatro zafiros azules de sus alas. Cuatro aguamarinas,
cuatro topacios, cuatro turquesas, cuatro piedras de un azul frío,
transparente, triste e infiel, que se dejan caer sobre el bluejean y
le bordan en el muslo una mariposa de Swarovski.
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Autor: Andrés Morales Rotger







