14 repensar américa latina desde las identidades y ciudadanías1 belin vázquez v. centro de estudios históricos universidad del zu

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Repensar América Latina desde las identidades y ciudadanías1
Belin Vázquez V.
Centro de Estudios Históricos
Universidad del Zulia- Venezuela
[email protected]
Introducción
América Latina ha sido heredera de los efectos geopolíticos y
epistémicos de la modernidad, constitutiva del pensamiento
eurocéntrico-occidental y que ha cumplido la función de corporeizar y
normalizar el ser y el saber para la regulación social. Desde su misma
lógica de funcionamiento, el conocimiento producido por la ciencia
iluminista y positiva estableció los anclajes de la universalización
del saber y del ser-sujeto-individual-temporalizado, en la uniformidad
de lo nacional.
A partir de este pensamiento que universalizó la ciencia desde los
cánones de la cultura europeo-occidental, se instituyeron como únicas
verdades aquéllas que se ocuparon de corresponder los discursos y el
sentido común, desde una memoria-mirada de los tiempos homogéneos para
anudar los cuerpos en subjetividades objetivadas, desprovistas de su
sentido de mirada-memoria con rostro humano-social.
Además de crearse visiones unívocas de sujetos y no de actores
sociales, se han invisibilizado las “otras” voces, que históricamente
han transitado en el discurrir cotidiano materializado en la polifonía
de las identidades y ciudadanías constitutivas de la nación. Desde
estos posicionamientos, ambas han servido de artefactos políticos para
soslayar las diversidades y las diferencias que transitan y dialogan
en los mundos culturales de las prácticas vivenciadas en la trama
relacional-histórica de las subjetividades.
La modernidad ha sido clave en esta construcción de un sujeto –más que
de un ser social-, pues desde los inicios del siglo XIX, con el poder
instituido de la ciencia liberal-ilustrada, en nuestro caso, identidad
y ciudadanía en singular, fueron articuladas a estas estrategias
homogeneizadoras constitutivas de la formación y consolidación de los
estados nacionales y en correspondencia con el orden social excluyente
que tuvo sus anclajes en la ciencia erudita.
A este respecto, hace más de treinta años Michel Foucault (2000)
planteaba a sus discípulos del College de Francia que esto es
revelador de los saberes sometidos que han funcionado coligados al
conocimiento científico en un doble sentido. Unos, refieren a aquéllos
contenidos históricos que estando presentes en la realidad, han sido
sepultados o enmascarados por las sistematizaciones formales de la
erudición científica. Los otros, constituyen los saberes de la gente,
locales, regionales, particulares y diferenciales, que no han sido
reconocidos como científicos por ser considerados jerárquicamente
inferiores. En ambos casos, se trata del sometimiento histórico de los
saberes sociales que hacen parte de las relaciones jerárquicas del
poder inherentes al conocimiento científico construido.
Cierto es que este planteo del filósofo francés sigue vigente, porque
los paradigmas científicos continúan encapsulados en la racionalidad
instrumental y utilitaria que emergió siglos atrás y actualmente sigue
su derrotero con la racionalidad impregnada de de su sentido
instrumental-tecnocrático. Además, este problema se implica en la
visión reduccionista del modelo científico disciplinar, “…que rompe el
complejo del mundo en fragmentos desglosados, fracciona los problemas,
separa lo que está unido, unidimensionaliza lo multidimensional
(Morin, 1993:192). Sus raíces se hunden en los obstáculos
epistemológicos, ontológicos, teóricos y metodológicos, no se ha
posibilitado una lectura de “la otra realidad” ocultada y soslayada
por las “verdades naturalizadas” instaladas en la lógica del
poder-saber.
Si la ciencia iluminista y positiva desde finales del siglo XIX, le
asignó a la escritura y enseñanza de la historia la función de
estudiar el pasado, en asocio con ello, el discurso histórico ha
cumplido la tarea de corporeizar la geopolítica del conocimiento que
instituyó el poder hegemónico de Occidente; por ello, sus prácticas
discursivas no han posibilitado captar “…la historia que el poder
narra sobre sí mismo…” (Zarka, 2004:157).
Se trata de recordar que el etnocentrismo europeo quedó arraigado en
nuestras epistemes y su ideología inscrita en la universalidad
histórica fundamentó el anclaje sociocultural de los imaginarios
colectivos y académicos. Esta universalización desde la historia de
occidente fue legitimada por el pensamiento hegeliano, quien en sus
Lecciones sobre la Filosofía de la Historia Universal, no sólo dejó
establecido que los pueblos del Nuevo Mundo se encontraban fuera de la
historia porque ésta comienza en Europa, sino que el salvajismo y la
incultura eran sus características dominantes. Y en este sentido es
elocuente cuando afirma que los pueblos indígenas de débil cultura
perecen cuando entran en contacto con pueblos de cultura superior y
solo los criollos que tienen el sentimiento de la independencia, han
podido encumbrarse al alto sentimiento de la civilización. (Hegel,
2005:267).
En torno a esta ideología de la dominación del colonizado, emergió la
tesis racista de la civilización y la barbarie inherente al
etnocentrismo occidental; tesis que estuvo implicada simultáneamente
entre la elite letrada encargada de vehiculizar una ideología de la
dominación interna y una ideología de la dependencia exterior.
(Quintero, 1993).
Precisamente durante los últimos años, debates entre cientistas
sociales han fijado su atención en desvelar este entramado de la
relación saber-poder y apuntan a explicaciones sobre “…la historia del
poder en el doble sentido de que el poder es, a la vez, su sujeto y su
objeto” (Zarka: 156). Dar cuenta de ambas miradas históricas, sirve de
propósito a las reflexiones que procedo a esbozar.
Miradas históricas eurocentradas y occidentalizadas
Hablar de miradas históricas eurocentradas y occidentalizadas invoca
la necesidad de recordar que ayer como hoy, los paradigmas científicos
hacen parte de los anclajes de la modernidad sobre los discursos y
saberes, orientadores de prácticas proclives a la normalización, la
vigilancia y el disciplinamiento de los cuerpos ciudadanos.
Los orígenes de este problema, Edgardo Lander (2000) los ubica a
finales del siglo XIX, cuando la realidad histórico-social quedó
delimitada en ámbitos diferenciados concebidos como regiones
ontológicas. A cada uno de estos ámbitos separados de la realidad
histórico-social correspondió una disciplina de las ciencias sociales,
con sus objetos de estudios, sus métodos, sus tradiciones
intelectuales y sus departamentos universitarios. Asimismo, se
instituyó como norma universal la experiencia histórica europea
(eurocentrismo) y el conocimiento científico de este primer mundo se
asumió como el único válido y objetivo.
En el contexto de esta modernidad, inicialmente eurocentrada y después
occidentalizada, categorías y conceptos históricos como nación,
estado, ciudadanía, mestizaje, identidad, democracia, entre otros,
además de quedar marcadas por este sentido universal que impregna el
análisis histórico, también son proposiciones normativas que no
posibilitan construir los saberes desde la pluri-versidad de las
otras-voces negadas y silenciadas.
Al interior de esta racionalidad científica, articulada a las
separaciones ontológicas disciplinares y a las omisiones de los
saberes sociales por el proceso de cientifización y naturalización,
los historiadores y enseñantes de historia hemos atribuido a la
historiografía la responsabilidad sobre los problemas inherentes al
conocimiento, cuando más bien se trata de inscribirlos en el contexto
histórico-científico de la colonialidad/ modernidad, por el cual han
sido subjetivados los estereotipos construidos sobre la americanidad
desde el siglo XVI.
Desde entonces, americanidad y colonialidad han estado íntimamente
ligadas, pues el acto fundacional de América devino como constructo
geosocial del sistema-mundo moderno, al quedar incorporada a la
economía-mundo capitalista que acompañó la expansión colonial europea
(Mignolo, 2007). En torno al posterior desarrollo de la ruta comercial
atlántica, el patrón del poder de dominación y explotación legitimado
con la institucionalización del Estado monárquico, implicó una
articulación entre la colonialidad del ser, la colonialidad del poder
y la colonialidad del saber (Maldonado, 2006).
La historiografía científica ha obviado este problema
histórico-epistemológico, pues su preocupación se ha dirigido a
demostrar la verdad de los relatos, sin interrogarse por la producción
social de las verdades que transitan en la cotidianidad de las
historias sociales, reveladoras de estas geopolíticas de los mapas de
dominación atravesados por las relaciones de poder sobre los cuerpos y
sobre los saberes.
Este poder disciplinario moderno, de hecho, está enmascarado en las
significaciones que se le atribuyen a los discursos (Gauna, 2001).
Ejemplos de estas prácticas discursivas, es que a la soberanía se le
vincula con el pueblo como soberano, pero no como una forma de luchar
contra lo totalmente otro que debe ser aniquilado. Igualmente, el
discurso racista no es visto como una oposición a lo totalmente otro
de las creencias, costumbres y valores en una nación, sino en términos
sociobiológicos y, en algunos casos, con fines de dominación colonial
(Gauna, 2001). Son éstas algunas de las certezas acopiadas por el
método científico, de cuyos fundamentos emergieron con la Ilustración
las teorías y corrientes del pensamiento historiográfico.
Es aquí donde los mapas de estas geopolíticas del conocimiento se
muestran reveladores, pues como constitutivos de la misma lógica
ideológica de la dominación imperial- colonialista, han estado
articulados a la modernidad-colonialidad que ha operado históricamente
en tres niveles: el poder (económico y político), el ser
(subjetividades controladas) y el saber (epistémico, científico)
(Mignolo, 2006, 2007).
Estas geopolíticas del conocimiento tuvieron inicialmente la
centralidad del sistema-mundo en España, luego en Francia, Holanda,
Inglaterra y los Estados Unidos. Asia, África y América Latina, se
convirtieron en receptoras y consumidoras del conocimiento generados
por estos centros de poder geopolítico imperial (Castro Gómez, 2005).
Estructura de dominación que para Dussel dio inicio con la primera
modernidad hispánica, surgida después de 1492 cuando el nuevo mundo
originario y mestizo fue concebido como el primer <> que el
sistema-mundo de la Modernidad necesitó para su definición. Desde
entonces, se fijaron los anclajes de la occidentalización hegemónica y
por negación se interiorizó la cosmovisión de la cultura dominante,
porque al invisibilizarse el imaginario del Otro, “el mundo de los
Otros es barbarie, marginalidad, no-ser” (Dussel, 1998:66). Entonces,
si los negros, indígenas y mestizos no eran considerados humanos, para
la conciencia blanca criolla esto planteó el problema de una doble
conciencia: “la de no ser lo que se suponía que debían ser (es decir,
europeos). Ese ser que es en verdad un no-ser, es la marca de la
colonialidad del ser” (Mignolo, 2007:87).
En tiempos del surgimiento de la ciencia ilustrada, estas
representaciones de la otredad son atribuidas a lo que Castro Gómez
(2005) ha identificado como la forma específica de la “hybris del
punto cero”, debido a que el capitalismo requirió que la diversidad
cultural se tradujera en diferencias ordenadas jerárquicamente. Según
estas jerarquías, las epistemes blancas eran poseedoras del
conocimiento científico-ilustrado que ocupaba el lugar más alto de la
escala cognitiva, mientras que el más bajo los representaban las
epistemes negras, indígenas y mestizas, sepultadas o enmascaradas por
la erudición científica. Al quedar instalado el imaginario étnico y
cultural de la blancura, la identidad fundada en la diferencia étnica
no sólo determinó la superioridad de unos frente a otros, sino también
la superioridad de un conocimiento frente a otros.
Se trataba de distancias entendidas como naturales que fueron
representadas por la ciencia liberal durante el proceso de
construcción de la “nación civilizada”, mientras que los otros
conocimientos jerárquicamente inferiores fueron percibidos desde los
mitos del “buen salvaje”, heredados del imaginario medieval en la
conquista americana, profusamente estudiados por Vladimir Acosta
(1998).
A esta pureza cognitiva de la ciencia liberal-ilustrada le
correspondió la pureza de sangre a nivel de la nación, significada en
la ciudadanía blanqueada porque “no se trataba únicamente de naciones
de ciudadanos, sino de ciudadanos “blanqueados” en el color, y
“europeizados” en la mentalidad y las costumbres” (Quijada, 2003:311).
Los criollos letrados vehicularon esta biopolítica del poder
disciplinario, pues al establecer el imaginario aristocrático de la
blancura y con éste la limpieza de sangre, se pensaron a sí mismos
como habitantes atemporales del punto cero, y a los indios, negros y
mestizos como habitantes del pasado (Castro Gómez, 2005).
Por ello, preciso es señalar que ciencia, ciudadanía y Estado-nación
han funcionado coligadas a la historización multidimensional de las
relaciones de poder, reveladas en la compleja trama tejida por la
dominación/explotación/conflicto, respecto del control ejercido sobre
áreas decisivas de la existencia social en espacios/tiempos concretos
con sus efectos constitutivos.
Dentro de esta misma producción de sentidos, lo
nacional-homogeneizador de la idea decimonona de nación
europeo-occidental y legitimadora del imaginario de nación en
singular, se ha correspondido con nociones y categorías históricas
orientadoras de una manera lineal y homogénea de ver “la supuesta
realidad” desde una visión fragmentada de lo social y en la cual están
insertadas las invenciones discursivas y epistémicas del mundo
moderno; uno de los ejemplos más emblemáticos son los mitos fundadores
de la identidad.
Identidad y ciudadanía en la perspectiva de la “universalidad”
Si con la ideología liberal-ilustrada la idea decimonona de nación
europeo-occidental quedó imaginada en una sola cultura, una religión,
una lengua y un mismo territorio, también la identidad y la ciudadanía
en singular fueron inventadas bajo los códigos de la homogeneización
occidental. Al lado de este imaginario de la supuesta unidad
identitaria, hoy observamos que -sin haber logrado rupturas con estas
falacias históricas negadoras de los procesos comunes, diversos y
diferentes- estamos sometidos a los efectos de las identidades
planetarias sustentadoras del sistema- mundo.
En esta misma perspectiva histórica y como efecto sociocultural de la
"universalidad" heredada, la ciudadanía blanqueada-legitimada a partir
de las constituciones liberales decimononas- asumió en sus orígenes el
derecho de propiedad de bienes como su constituyente y los derechos
ciudadanos se organizaron en torno a la igualdad entre los iguales,
por lo cual se excluyeron a los diferentes: aborígenes, mestizos,
negros, mujeres, analfabetos, mendigos, discapacitados, entre otros
(Vargas, s/f).
No podía ocurrir de otra manera, cuando los letrados criollos de las
independencias y de las posindependencias, asumieron el imperativo del
mercado liberal de confiscar a los otros-diferentes los derechos
ciudadanos, pues al estar poseídos de estos derechos solamente los
ciudadanos-propietarios, en ellos quedaba consagrado el ejercicio de
la civilidad para legislar y administrar los asuntos públicos. Al
excluir a los otros-diferentes por considerarlos bárbaros, ignorantes,
de hábitos viciosos y mal hablados, éstos debían seguir bajo la tutela
de las instituciones y leyes dictadas por el ciudadano
racional-letrado, en quien residía el derecho de ejercer la soberanía
de la nación.
Cierto es que la persistencia de estructuras y mentalidades
fuertemente ligadas a las tradiciones sedimentadas durante siglos, se
hibridizaron aún más cuando la modernidad liberal europea domesticó
las sensibilidades sociales, para que la naciente nación funcionase en
concordancia con una ciudadanía (González, 1995) según los valores
occidentales.
Al surgir como “naciones independientes” o “Estados soberanos”,
impregnados de la razón liberal-ilustrada y de la racionalidad
inherente al capitalismo en expansión, nuestras epistemes se
construyeron desde la universalidad y homogeneidad impuesta por el
orden instituyente, como son los casos de los “Derechos del Hombre y
el Ciudadano”, el Estado-nación, el mestizaje, la lengua, la cultura,
la identidad nacional, la soberanía y democracia como representación
del pueblo, así como las verdades naturalizadas, que siguiendo la
perspectiva foucoultiana, aluden a los saberes sometidos de la ciencia
erudita impregnada de las certezas y verdades naturalizadas.
Si con el ideario liberal-ilustrado se formalizó el Estado de derecho
con los primeros ordenamientos jurídicos y políticos, también dio
lugar a la igualación formal de todos los ciudadanos ante la ley. Se
cumplió con este propósito y- sin lugar a dudas - se sigue cumpliendo
en las democracias representativas. Sin embargo, este universalismo
jurídico de la igualación formal de derechos ciudadanos, construyó una
república para los ciudadanos desde un orden social que excluía por su
propia naturaleza a los diferentes sociales que no poseyeran la igual
condición de blancura representada en la posesión de bienes, la
masculinidad y en la calidad de blancos.
Desde este orden instituido por el sistema-mundo moderno, quedaba
negado todo reconocimiento a la pluralidad y la diferencia,
personificada en los otros-excluidos sociales, esto es, las mujeres,
los libres de color (mulatos), negros, indígenas, mendigos, etc. Ahora
bien, todo lo que quedó en las márgenes de esa lógica liberal-
ilustrada de la modernidad, ha ido resurgiendo, y lo ha hecho,
precisamente, en forma de problema o de conflicto social, traducido en
el conflicto normativo de las democracias representativas.
Ello, porque el reconocimiento de la diferencia y la pluralidad de las
identidades y las voces ciudadanas, en todos sus sentidos, plantean en
la actualidad un reto a todas aquellas estructuras sociales, políticas
y jurídicas, que aún homologan universal y formalmente a los seres
humanos, produciendo y re-produciendo altos grados de injusticia
social en los concretos procesos sociales. Todo esto conduce,
consecuentemente, a asumir la actual crisis de estos modelos y
estructuras de regulación social; de manera particular, el Estado
moderno estructurado como estado-nación y el derecho entendido
únicamente como un sistema jurídico de soberanía monista,
homogeneizadora y excluyente (Fariñas, 1999).
Estas dimensiones y otras tantas, confirman los anclajes del
pensamiento blanco occidentalizado, cuyas prácticas de
disciplinamiento social emergieron con la razón liberal ilustrada y
que en el Estado-nación se representaron en la uniformización o
"mismificación". Así como las constituciones decimononas cumplieron
este propósito, también las gramáticas y manuales apuntaban, entre
otros objetivos, a crear espacios simbólicos que identificaban a
sujetos semejantes como cuerpos simétricos, bien porque se
reconocieran en una lengua única o porque sus cuerpos se ajustaran a
un mismo patrón (González, s/f).
Este proceso fue parte de la organización social del liberalismo cuyo
sujeto y soporte político era la nación: ocurrió primero en los países
donde los procesos de modernización económica, esto es, el despliegue
hacia el capitalismo, conllevaron la secularización del pensamiento y
la subsiguiente reelaboración del pasado. El “comportamiento nacional”
de los ciudadanos no podía surgir sólo del desarrollo del mercado,
sino que necesitaba el vínculo de fidelidad hacia el Estado
respectivo. El nacionalismo, por tanto, se convirtió en la ideología
que configuró los soportes y contornos de la identidad colectiva
predominante desde el siglo XIX. Las conductas de las personas
comenzaron a ser definidas y delimitadas como comportamientos
ciudadanos identificados con una nación, leales a unas señas de
identidad culturales y políticas,…porque establecían como valor
supremo la idea, que forma parte del núcleo semántico del término
nación, de un vínculo nacional, profundo, que invade la esfera íntima
y desemboca en un ritual religioso (fiestas nacionales, procesiones
cívicas…) (Pérez, s/f).
Este imaginario histórico y el conocimiento científico producido son
reveladores del planteo foucaultiano de los dispositivos de dominación
del poder disciplinario que enraizaron las subjetividades
universalizadas en cosmovisiones sobre las identidades nacionales y
memorias colectivas, según el ordenamiento sociocultural del
sistema-mundo (Walsh, 2002). Esto explica que los letrados criollos y
emergentes grupos sociales dominantes, a partir de la construcción
republicana del siglo XIX, construyeron sus identidades nacionales
conforme a la “lógica” histórica europea que apuntó a borrar la
“diferencia colonial” entre los constructores oficiales de la nación,
además de instituirse que el mestizaje fue la matriz epistémica de un
pensamiento occidentalizado.
Desde estas identificaciones que implicaron tanto la hegemonía del
eurocentrismo como la geopolítica del conocimiento dominante, fueron
consideradas “…las relaciones desiguales entre los centros y las
periferias como una 'unidad histórica' que podía ser interpretada
homogéneamente desde ambos lados del sistema capitalista, a pesar de
las disparidades existentes y de la naturaleza heterogénea de nuestras
sociedades” (Sanjinés, 2002: 152).
Aún cuando estas articulaciones fueron elementos identificatorios en
la construcción histórica de los proyectos nacionales, guardando las
distancias históricas, fue a partir de la década de los noventa del
pasado siglo veinte cuando comenzaron a emerger en América Latina
movimientos sociales donde afloran políticas culturales-identitarias
lideradas por los pueblos indígenas y afrodescendientes, como desafío
anti-hegemónico a esta universalización.
La tendencia creciente en los países de la región es revertir la
politización de las diferencias culturales y epistémicas, de cara a
reclamar el reconocimiento y la autodefinición del carácter
pluricultural y diverso de los Estados nacionales (Walsh, 2002); de
manera que al visibilizar la presencia de las voces negadas por la
ideología del blanqueamiento, sean rearticuladas las subjetividades de
los pueblos desde los fundamentos originarios de la americanidad.
Sin la pretensión de hacer un recorrido más exhaustivo por este
problema histórico del etnocentrismo de la americanidad afianzado con
la república liberal y que Mignolo llama “la herida colonial” para
referir a la pervivencia del “colonialismo interno”, necesario y
urgente es saldar estas deudas pendientes. Esto amerita recordar que
la dependencia histórico-estructural continúa dominando en las
sociedades latinoamericanas; más aún, cuando actualmente están muy
marcadas por el neoliberalismo que se ha servido de “…las corrientes
teórico-epistemológicas de la 'ciencia domesticada' que se han
funcionarizado a la lógica del sistema como herramientas de la
hegemonía” (Breilh y Zapatta, 2006:156).
Construyendo nuevas miradas históricas
Una de las deudas pendientes por saldar es entender que el sentido
social de la realidad histórica que comienza a evidenciarse en varios
países latinoamericanos, apuesta por una soberanía-otra, orientada a
la decolonialidad del ser, del pensar, del actuar y del saber. Si bien
continuamos sometidos a los efectos hegemónicos del sistema- mundo,
que ha reforzado las representaciones construidas sobre las realidades
diferenciadas, hoy presenciamos que el nuevo tiempo histórico del
siglo XXI latinoamericano, coloca su mirada en una ciudadanía
consagrada en los derechos soberanos de los pueblos e inspirada en
valores democráticos inclusivos.
Desde esta perspectiva, la Constitución Bolivariana de Venezuela ha
sido el ejemplo a seguir en las recientes experiencias de varios
gobiernos latinoamericanos, por cuanto se asumen los derechos
ciudadanos desde su carácter ético, protagónico, humano y
participativo, mediante la atribución soberana del libre ejercicio de
los derechos civiles, políticos, económicos, sociales, educativos,
culturales y ambientales de los pueblos. El reconocimiento y ejercicio
democrático de estos derechos soberanos de los pueblos, instituye el
nosotros inclusivo de las culturas para materializar la ciudadanía de
base en la interculturalidad, provista de su sentido democrático con
rostro humano-social y pluralista, negada por efectos de la
domesticación epistémico-ontológica.
Esta interculturalidad se significa ligada a las luchas históricas de
los pueblos mestizos, indígenas y afrodescendientes, orientadas a la
ruptura con el orden civilizatorio de la modernidad/colonialidad. Para
decirlo en palabras de Catherine Walsh,
Más que un simple concepto de interrelación, la interculturalidad
señala y significa procesos de construcción de conocimientos “otros”,
de una práctica política “otra”, de un poder social “otro”, y de una
sociedad “otra”; formas distintas de pensar y actuar con relación a y
en contra de la modernidad/colonialidad, un paradigma que es pensado a
través de la praxis política. Este uso de “otro” no implica un
conocimiento, práctica, poder o paradigma más, sino un pensamiento,
práctica, poder y paradigma de y desde la diferencia, desviándose de
las normas dominantes y, a la vez, radicalmente desafiando a ellas,
así abriendo la posibilidad para la descolonización (Walsh, 2006:
21-22).
Esas formas-otras asumidas desde una emergente praxis política,
consisten en la afirmación de la autonomía social-histórica de los
pueblos, en oposición al proyecto universal de las memorias negadas
por la lógica de la modernidad (Mignolo, 2006). Constituye un proyecto
político emergente ante el actual orden hegemónico globalizado, pues
asume las diferencias que esta diversidad conlleva y las formas cómo
determinar los derechos ciudadanos desde las identidades entre iguales
siendo diferentes. Sólo así se entenderá que la interculturalidad es
el principio que fundamenta del reconocimiento que los
latinoamericanos somos pueblos plurinacionales, plurilingües,
pluriculturales.
En este sentido, las propuestas alternativas democráticas están
naciendo vertebradas por nuestras raíces históricas y reclaman por un
orden humanizador y pluralista; por ciudadanías y soberanías en
plural; por las interdependencias entre los países de la región y por
la puesta en práctica de nuevas formas de articulación a la
globalización y mundialización que deben estar fundadas en la
interculturalidad de nuestros pueblos.
En defensa de estos valores políticos fundamentales, la universalidad
de la americanidad originaria aspira construirse en el diálogo
intercultural entre pueblos soberanos. En defensa de ello, la
democracia participativa y protagónica de los pueblos que esta
soberanía conlleva, se dirige a construir otro mundo posible, de base
en la razón ontológica de la libertad como práctica ética y
emancipadora de la condición humana.
Si nuestro compromiso ético apuesta por ello, esto supone reasumir la
soberanía de los pueblos orientada a construir rupturas epistémicas
con el pensamiento, el saber y las prácticas hegemónicas. De hecho,
son tiempos en los que se proclaman asumir las prácticas
anti-hegemónicas de los derechos ciudadanos desde la libertad e
igualdad que, como tales, van en la dirección de redefinir los valores
políticos de la soberanías y de las ciudadanías, confiscados en el
contexto de los procesos de independencia por las elites que saldrían
como vencedoras y relativamente fortalecidas de la contienda
emancipadora, ya que las desigualdades de las sociedades coloniales
implantadas en nuestra América y heredadas de ese pasado colonial, no
desaparecieron sino que se prolongaron en el tiempo.
De hecho, con las llamadas Independencias se logró el reconocimiento
por parte de Estados Unidos y algunos Estados europeos, de la
soberanía territorial y la existencia jurídico-política de los nuevos
Estados en la América antes española y con ello se implantó un nuevo
orden político y social, inspirado en las ideas filosóficas de la
Ilustración y en el naciente liberalismo económico; sin embargo, el
derecho de soberanía popular fue, de hecho, negado por el "derecho
soberano" de las elites de propietarios, según un criterio de
jerarquización (discriminación) socio-cultural heredado del antiguo
régimen colonial. Por consiguiente, la república liberal tendió a
invisibilizar tanto a los sectores sociales no blancos como a sus
específicas prácticas socioculturales, cuyo imaginario quedó
igualmente desplazado por el imaginario de la blancura.
Y en esto consiste el reto de la historia, pues debe orientarse a
establecer los desanclajes con los “saberes sometidos”, para construir
y difundir saberes sociales que asuman rupturas con el poder del
discurso que transita en la ciencia erudita, como lo evidencian los
efectos del Estado- nación y el ejercicio representativo de los
derechos ciudadanos y soberanos, fuertemente condicionados por la
universalización del discurso histórico, reproductor de las relaciones
de poder y la desnaturalización del ser en su condición propiamente
humanizadora.
De las reflexiones precedentes, se postula la necesidad de desplegar
en nuestra América una segunda independencia que establezca rupturas
con el imaginario dominante de la blancura representado en nuestras
memorias colectivas y se afirme en la soberanía de los pueblos que
consiste en subvertir los modos de ser, de pensar y de hacer
tipificados por el orden civilizatorio.
Concluyo sosteniendo que acogernos a este reto impone que derrumbemos
las verdades sacralizadas y certidumbres del modelo científico;
también con ello, la visión fragmentada de lo histórico. De no
acometer el saber social construido, según lo propuso el historiador
Wallerstein (citado en Agosto, 2003) utilizando como unidad de
análisis el sistema-mundo, se nos imposibilita ver las “totalidades” y
captar la complejidad en los procesos que se inician y se desarrollan
históricamente.
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1* Con este título se ofrecen resultados parciales del proyecto de
investigación “Miradas histórico-epistemológicas del proceso de
construcción republicana en Venezuela”, financiado por el Consejo de
Desarrollo Científico y Humanístico de la Universidad del Zulia y el
Centro Nacional de Historia.

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