cuando las exnovias se mueren un aviso, un caveat emptor para aquellos siempre en busca de la quinta pata del gato: el material que sigue e

CUANDO LAS EXNOVIAS SE MUEREN
Un aviso, un caveat emptor para aquellos siempre en busca de la quinta
pata del gato: el material que sigue es autobiográfico, cero
impresiones vicarias enmascaradas en primera persona. Lo resalto desde
el principio para evitar en el futuro los análisis posmodernos y
deconstruccionistas de Angel, Carlos, Luis, Antonio o el otro Carlos.
A ver si me explico: si alguno de ellos, o sus adláteres, escribe una
línea más sobre mi trabajo usando jerga, le arranco la cabeza. Por si
no quedó suficientemente claro: “jerga” para mí incluye (aunque la
lista no sea exhaustiva) a los términos superestructura, fonema,
morfema, omnisciente, intertextualidad, resemantización, textículo,
noveleta, destinatario, literaturidad, perspectiva diacrónica,
adecuación lexical, hilo diegético. La fatwa también se aplicará a
estos individuos si se les ocurre citar a Freud, Jung, Chomsky, Lacan,
y a todo ese atajo de enfermos y sinvergüenzas, que han proyectado sus
peores miedos y perversiones en sus supuestos discípulos y pacientes,
para terminar fornicando con ellos la mitad del tiempo. Por otro lado,
y para evitar vaguedades, no debería interpretarse lo que sigue más
abajo como crónica, del tipo producido por gente más hábil que yo en
el tema, como Alberto, Sergio, José Roberto o Milagros. Si acaso se
desea exhibir algún parentesco literario, baste con citar, de los de
aquí, a Julio, Jorge Luis y el otro Luis, y de los de allá, a
Francisco, Benito, Miguel, José Luis y José María.
Una vez aclarado lo anterior, puedo pasar al grano, a cómo se siente
uno afectado cuando sus exnovias empiezan a morirse, así sin más, en
el medio de lo que se podría denominar la flor de la vida, la época
más productiva en la experiencia vital, la juventud de la madurez, o
algún otro cliché que se refiere a ese interregno más allá del primer
retorno de Saturno, entre los cuarenta y los cincuenta años. En ese
intervalo está el abajo firmante, y también están ellas, mis exnovias
y mi exesposa, si bien ésta última no difunta, para todos los efectos
sí, enredada con el mayorista de vinos y licores, bastante mejor
partido que yo, hay que admitirlo, buen mozo, billete parejo,
pent-house en Valle Arriba y sin rollos existenciales. Estoy solo.
Como diría un amigo boliviano, no tengo a nadie que me encrespe las
pestañas. ¿Que qué hace un servidor? Emborrono cuartillas.
Concretamente escribo pulpa para la televisión, novelas donde cumplo
las premisas básicas, mantengo el rating y todo el mundo, anunciantes,
gerentes y televidentes, tan contentos. Puntualmente mis protagonistas
femeninas salen preñadas del tipo que no debería preñarlas y hay una
sirvienta sinuosa de la que se enamora el niño ricachón, o una niña
bien que se empata con el marginal buenmozazo. Lucha de clases, pues,
estimados. Ahí no hay pele, y en eso estoy de acuerdo con todos los
panas: Alberto, César, Ibsen, Leonardo... Está de anteojito, si me
permiten otra informalidad, el tipo de narración que sube cerro. A
veces son las hermanas separadas al nacer, una con destino a la
mansión, la otra con rumbo al rancho; de adultas se conocen, se
intercambian roles, novios y enredos obvios. Luego está el tema de la
ciega o el tullido que recuperan la vista o la motilidad; esto hay que
dosificarlo y no abusar, porque también la gente se cansa de las
intervenciones de la Virgen de Lourdes o de María Lionza, según
convenga. Otras veces opto por la línea Conde de Montecristo: él o
ella, de origen humilde y expulsados del seno familiar por equis, ye o
zeta motivo, salen de la cárcel y regresan ricos para vengarse de los
parientes coñoemadres (“miserables”, para el horario estelar) bajo una
identidad falsa. En fin, es un reciclaje continuo de cuatro o cinco
ideas amalgamadas con abundante copulación. (En mis diálogos “copular”
se traduce como “estar” para ajustarse a la legislación vigente). La
gente a las nueve de la noche se traga casi cualquier cosa, no deja de
sorprenderme el voluntarismo de los telespectadores, siempre
dispuestos a suspender la lógica y la realidad para aceptar mis
guiones. Ya hace tiempo dejé la peleadera con los productores por
pendejadas, como que en mis novelas todas las mujeres amanecen en la
cama portando ostensibles sostenes debajo de sus dormilonas y
maquillajes a prueba de balas. No soy inmensamente feliz con mi
trabajo, pero me da de comer con relativa facilidad, los cheques salen
puntuales quince y último y algunas noches me traigo compañía del
canal después de la grabación, compañía que al día siguiente amanece
sin sostén, dormilona o maquillaje, en referencia a lo anteriormente
discutido, y que se desaparece sin mayores complicaciones a futuro.
Me temo que todo lo anterior son rodeos, circunloquios para evitar
tocar los temas esenciales en estas cuartillas. Voy a decirlo sin
tapujos: estoy sumido en una profunda depresión, depresión clínica la
llaman los expertos, y para combatirla tengo meses tomando diez
miligramos de oxalato de escitalopram en las mañanas y un cuarto de
miligramo de alprazolam en las noches. Empecé a notar los síntomas a
finales del año pasado. Por un lado, no podía dormir bien, ni solo ni
acompañado. Por otro lado, se disparó mi agresividad al tope: perreaba
a mis actores y actrices, le respondía mal a los ejecutivos de la
planta, se me crispaban los nervios en el tránsito. Un día tuve una
pequeña dificultad para pagar unos apios en la caja del automercado,
la lectora óptica no trabajaba bien, algo de ese estilo, y además de
maltratar verbalmente a la cajera, cuando llegué al estacionamiento,
con una furia homicida me devolví al automercado, exigí la presencia
del gerente y le endilgué una perorata sobre cómo su negocio era peor
que una bodega de esquina, porque no podía pesarme unos apios y
calcularme su precio. Más tarde, a solas en el apartamento, reflexioné
que algo serio me estaba pasando. Por esa época me alimentaba casi
exclusivamente con sánduches de queso y refresco que engullía en la
cama mientras veía los canales porno de la tele, y como consecuencia
me la pasaba estreñido. Del librito de síntomas me faltaban las
tendencias suicidas, quizás porque siempre he sido muy egoísta con el
tema de la vida, me ha costado mucho llegar a donde estoy y no quiero
renunciar a ello. Ahora estoy más controlado, gracias a un par de
químicos salvadores. Mi siquiatra me dice que al menos debo permanecer
cuatro meses con este régimen, cuidado si seis, y a mi juicio, si es
que me queda, he hecho grandes progresos.
Nuca antes me había atendido un siquiatra, y la verdad, uno carga
demasiados prejuicios contra estos profesionales que, mal que bien, a
veces te pueden ayudar. Lo peor de todo, lo digo desde ya, es la
peregrinación hasta la clínica, las largas horas para atravesar el río
y aguantar las colas con el surtido de saltimbanquis en los semáforos
(ya los tengo catalogados, hay una pareja especialmente diestra, se
paran uno al lado del otro e intercambian pelotas y bastones),
mendigos exhibiendo tumores o malformaciones congénitas (mi peor
pesadilla: el que exhibe una esfera prominente, como un alienígeno,
sobresaliendo del abdomen), los puestos de frutas invadiendo la calle,
los toldos de comercios ilícitos de telefonía celular, los vendedores
de bolígrafos que patrocinan drogadictos rehabilitados, los
limpiadores de parabrisas con sus cepillos y botellas de agua
jabonosa, los buhoneros con sus placas de anime exhibiendo películas y
libros de imposible actualidad, en fin, el zoco urbano de cada día.
Luego sigue la ordalía subterránea para encontrar un puesto de
estacionamiento en el caos de esa gruta, caliente y mal iluminada,
donde ya he trabado cierta familiaridad con un parquero que me suele
simplificar el trámite. Intercambiamos algunas frases sobre el clima,
su pañuelo en la calva, es el calor, amigo, las llaves, no, no voy a
lavar el carro, y sigo hacia los ascensores atestados, siempre una
pelea por el espacio, uno acaba aplastado entre unas intimidades de
cuerpos que jamás lograría en otras circunstancias, sótano dos,
planta, el cuatro, por favor, permiso, voy saliendo. A veces se dan
pequeños dramas con sillas de ruedas, o pacientes con piezas metálicas
atornilladas a la cabeza, o como aquella vez que salvé a un
muchachito, dormido en el hombro paterno, de terminar con su brazo
colgante atrapado por las implacables puertas de aluminio. Al final
del pasillo, el pequeño consultorio guardado por la secretaria fiel,
impasible y refractaria a cualquier mal. Casi que uno se siente
completamente sano al hablar con ella, entre revistas y espejos. A la
salida, le extrae a uno los reales en cheque o en efectivo, no hay
problema. Y luego, claro, viene el impacto de la cruda realidad, el
encuentro con el doctor, que destapa la olla de mis problemas. Hay
algo de tensión en esos encuentros, esas búsquedas minuciosas en mi
alma y mis circunstancias, aunque no debo estar tan mal, pues siempre
conversamos frente a frente, escritorio de por medio, a pesar de que
puedo atisbar en la habitación de al lado un diván, reservado sin duda
para los casos perdidos. Hablamos de todo, de mi vida, mi trabajo en
la televisión, mis circunstancias familiares, a veces él también
arroja alguna luz sobre sus propios problemas, apuntando paralelismos
entre mi situación personal y la suya. Deben ser técnicas, supongo,
para hacerme sentir bien. Y así es como en general me siento. La
posible excepción fue el encuentro con la sicóloga clínica, una mañana
sabatina, como parte integral de mi tratamiento. Me encontré en el
consultorio del doctor con una walkiria de nombre impronunciable,
pálida, entrada en carnes, que se presentó con voz estentórea y
profesional como mi sicóloga. Inmediatamente la visualicé con unas
placas metálicas cónicas protegiendo sus pechos, un corsé de cuero y
un casco vikingo, con cachos desde luego, berreando arias gemebundas
para adornar agonías interminables en algún teatro de segunda. Pasé
varias horas con ella en la habitación sin diván, y con otros
pacientes en una sala contigua (todos mujeres, a simple vista muy
normales), mientras contestaba formularios o trazaba dibujos.
Terminé aquella mañana extenuado, con una necesidad imperiosa de
meterme una dosis doble o triple de mi ansiolítico favorito. Hasta se
me quitó el apetito, y sólo en la tarde pude abrir una cerveza y una
bolsa de tostones mientras veía un partido de la liga española por
ESPN.
A los pocos días pasé recogiendo el informe. Fuera vaina, se me
pareció a las bolserías que debe inventar un colega para el show del
horóscopo de las mañanas, con las que a veces le ayudo: generalidades,
lugares comunes, constataciones obvias de lo cotidiano (“géminis:
encuentro desagradable con un cobrador; aries: conflicto amoroso en
puertas”). A continuación transcribo algunos pasajes del informe en
cuestión con mis comentarios para que cada quien pueda sacar sus
propias conclusiones:
Los resultados obtenidos a través de las evaluaciones realizadas nos
hablan de personas que presentan una tendencia definida hacia la
hiperactividad y una autoevaluación irreal.
Son personas enérgicas, prefieren la acción al pensamiento. Tienen un
amplio rango de intereses y es probable que tengan muchos proyectos al
mismo tiempo. Sin embargo no utilizan su energía en forma prudente y
con frecuencia no concluyen sus proyectos.
Cómico. Esta gente no sabe lo que es trabajar contra reloj para
entregar un manuscrito a tiempo. Y la tercera persona del plural:
“personas que presentan una tendencia”. ¿Eso es para que no me sienta
aludido?
Pueden ser creativos, emprendedores e ingeniosos, pero tienden a
aburrirse e impacientarse muy fácilmente y su tolerancia a la
frustración es limitada.
Lo de creativo e ingenioso debe ser por la manera de rellenar la
prueba de Wartegg: los dibujitos a medio hacer en una docena de
cuadrados o viñetas. En el caso de la viñeta con dos rectangulitos
perpendiculares, los uní con unas curvas, sombreé todo y lo titulé
“codo de tubería” (es que también te piden un título para cada dibujo,
no se vale, como en tantas obras de galerías, rotularlos “sin
título”); en el caso de la línea curva, como un pájaro, la usé como
parte de unos labios entreabiertos, y ése fue precisamente el título
de la viñeta; en el caso del punto en la mitad del paralelogramo,
escribí la palabra “listo” a la izquierda del punto y titulé la viñeta
“punto final”. Y así los demás casos, dejé galopar la imaginación.
Experimentan mucha dificultad en la inhibición de sus impulsos y
pueden ocurrir episodios periódicos de irritabilidad, hostilidad y
agresividad.
En el test de Machover para encontrar desórdenes sicológicos, me
pidieron que dibujara un hombre y una mujer en sendas hojas de papel
Bond blanco tamaño carta, y qué querían que hiciera, ¿que me
inhibiera? ¿Iba a representar dos astronautas asexuados? Dibujé un
hembrón en pelotas sobre una cama en una pose clásica, con una pierna
doblada ocultando el sexo, así como una odalisca recatada, y con un
texto sobre su cabeza que decía, “ven acá, mi amor, vamos a conversar
un momentico”. El hombre, también en cueros, con los abdominales
planos y definidos como una batea donde restregar la ropa, lo dibujé
corriendo como un Superman sin capa y sin shorts, con la paloma y los
testículos penduleando sobre una pierna, y una burbujita encima de su
cabeza exhibiendo el parlamento “Ya va! Primero debo salvar el mundo!”
O sea, si no me salieron dos esculturas griegas, al menos dos
personajes de comiquita sin ropa, dos arquetipos de la cultura
occidental: la mujer sumisa y postrada, y el hombre en movimiento,
erguido, mas no eréctil, estrictamente hablando. No sé qué opina
ustedes que me leen, pero no creo que se pueda deducir de mis dibujos
que soy sicótico o esquizofrénico.
Un optimismo irreal y sin fundamento también es característico,
parecen pensar que nada es imposible y tienen aspiraciones muy
elevadas, además una estimación exagerada de sí mismos, de su propia
dignidad y vanidad, les cuesta ver sus propias limitaciones, son
egocéntricos y están centrados en sí mismos y en sus propios
proyectos, les cuesta atender a los demás y a las necesidades de los
otros.
Por supuesto, si le dije en la entrevista que no tengo hijos y que no
me gustan ni los niños ni los perros, ¿qué va a opinar sobre mi
egoísmo? Y si mi personaje masculino es Superman sin ropa, ¿qué va a
opinar de mi autoestima y mi vanidad? La redacción, por otro lado, es
terrible: “son egocéntricos y están centrados en sí mismos”. O sea,
son enanos y cortos de estatura.
Se plantean metas irreales que los alejan de las actividades
cotidianas y de los afectos y las atenciones hacia los demás, por lo
que sus relaciones con los otros resultan superficiales acarreando
dificultades en las relaciones más íntimas y que requieren de mayor
atención y cuidado, inclusive abandonando el área sexual de sus vidas,
sus proyectos, sus actividades y sus propias necesidades le resultan
más importantes que las que podrían tener los demás.
¿Cuáles metas irreales? Vivo decentemente de lo que escribo, en un
apartamento clase media totalmente pago, manejo un carro al que sólo
le he hecho 40,000 kilómetros, he sido finalista en el Concurso de El
Nacional, dos veces finalista en el de SACVEN y gané el del
Ayuntamiento de Cascajones en España. Tengo un par de libros
publicados, material para tres más, y seis culebrones de mi autoría se
han distribuido por América y Europa. Me siento especialmente
orgulloso de Sin fecha en el calendario, romance entre una dama
perimenopáusica y el novio de su hija, que me abrió las puertas al
exterior, y Gatas de Noche, un primer intento de humanizar a las
prostitutas, que me mandaron a cortar demasiado rápido pero estableció
mi reputación como renovador del género. Tampoco es que voy a poner en
el curriculum “Nobel: pendiente de aprobación”, pero soy un escritor,
carajo, vivo de la pluma, y esa siempre fue mi meta fundamental.
Pertenezco a la Directiva del Sindicato y he estado un bojote de años
en la Junta de Condominio del edificio, por si acaso quieren saber de
otras metas. No aspiro a llegar ni a la Presidencia de la República ni
a la del Canal, únicamente a no ser una carga para nadie, a poder
comerme una buena parrilla y beberme un buen Rioja cuando me salga de
los forros. Conocer una mujer decente que me acompañe el resto de mis
días, eso sí quizás caiga en el territorio de lo irreal, aunque desde
luego seguiré intentando conseguirla. Si a veces he abandonado el área
sexual, como dice ese párrafo, es porque las oportunidades no abundan.
Y porque uno ya está harto de peluqueras y maquilladoras.
Son sociables y amistosos, les agrada estar rodeados de personas y en
general crean una primera impresión favorable, a los demás impresionan
como seguros y equilibrados, pero conforme lo conocen mejor se dan
cuenta de su falta de confianza en sí mismos, de sus sentimientos de
insatisfacción concernientes a lo que obtienen de la vida.
Pueden presentar una excesiva ansiedad, obsesiones y tensión emocional
con un elevado índice de preocupación.
Presentan períodos alternos de impulsividad y cuadros de sentimientos
de culpa y devaluación.
Son propensos a la preocupación y pueden ocurrir episodios periódicos
de depresión.
No se observaron signos indicativos de daño orgánico cerebral.
Lo de la falta de daño orgánico creo que lo sacó de mi desempeño en la
prueba Bender-Gestalt. Me puso a copiar en hojas en blanco tamaño
carta nueve figuras impresas en unas tarjeticas de 3 por 5 pulgadas.
Ahí me da la impresión de que salí bien, porque tengo buena
coordinación mano-ojo, y tampoco se necesitaba ser Da Vinci, o sea,
para copiar unas rayas onduladas, otras punteadas, qué se yo. Las
otras conclusiones quizás tienen que ver con mis resultados en la
prueba de Rohrschach, más vieja que la sarna y a la que no le daría
mucha credibilidad. Ya saben cómo funciona esa prueba: se exhibe una
colección de manchas en varios colores, cada una de las cuales semeja
el resultado de rociar tintas en una hoja en blanco, para después
doblarla y obtener impresiones simétricas de ambos lados de la hoja, y
le preguntan a uno qué ve en esas manchas. Siempre me viene a la
memoria una comedia de Walter Matthau donde su personaje estaba
pasando por el mismo trance de Rohrschach que un servidor, y a cada
mancha que el sicólogo le mostraba respondía lacónicamente “mariposa”,
a lo que el especialista garrapateaba unas líneas en un cuaderno; a
mitad del test el médico debe ausentarse de la habitación y Matthau,
picado en su curiosidad, lee lo escrito en el cuaderno, una breve
consideración sobre la falta de imaginación del paciente. No contento
con este comentario, al regreso del sicólogo, y enfrentado a la
siguiente mancha, Matthau se manda con una barroca visión de
espermatozoides danzando, o algo de ese tenor. A la manera del
personaje de la comedia, en alguna mancha vi una flor, una cayena o
una orquídea con sus estambres y pistilos, que simultáneamente era una
vagina con todos sus aditamentos; en otra mancha vi una paila puesta
al fuego, dentro de la cual unas brujas se retorcían de dolor, y así
por el estilo. Con respecto a esta última, algo desperté en la
sicóloga, que me soltó un aria del tipo “Has sentido mucho dolor en
los últimos tiempos”.
Bien, como podrán deducir del título que acompaña estas cuartillas, y
tal como lo discutí ampliamente con mi siquiatra y la sicóloga
clínica, mi depresión comenzó a agudizarse con la desaparición de mis
exnovias, un proceso que comenzó hace un tiempo y al que no le había
prestado la atención debida. Poco a poco he venido organizado el caos
de mis recuerdos para entender mejor mi situación, y lo que sigue
representa una buena parte de esos esfuerzos por encontrar un orden y
un sentido.
La primera en irse fue Marlene, mi novia del pregrado universitario y
primera novia “seria”. Todo marchó bastante bien mientras estudiábamos
en la Central, donde nos conocimos, yo dos años más adelantado que
ella. El primer encuentro ocurrió en el cafetín, mientras el grupito
de incondicionales nos vacilábamos los ires y venires de las muchachas
de la nueva cohorte admitida a la facultad, las nuevonas. Al rompe me
impresionaron sus curvas agresivas y su habilidad para sostener en una
sola mano el cigarrillo y el vaso plástico lleno de café hirviente.
Uno de los dos sonrió primero, luego el otro, y el resto es historia.
Ese mismo fin de semana fuimos juntos a una fiesta encopetada en el
Este, de una amiga de ella, donde ambos nos sentimos mal vestidos y
fuera de lugar. Poco me acuerdo de esa fiesta: los tragos de ron puro
para coger ánimo y los besos apasionados en una mesa cerca del caldero
donde freían los tequeños. De regreso en mi Yamaha 125 cc de cuarta
mano, su cuerpo se aferró al mío con un claro lenguaje subliminal.
Estacioné la moto frente a su casa y durante el largo beso de
despedida me sentí con derecho a deslizar mis manos bajo su vestido
para palpar sus abultamientos más prominentes. Para mi sorpresa, mis
dedos tropezaron con unos trozos de cinta adhesiva. Aprendí así que
para esa época y en ciertos círculos, era de mal gusto que los pezones
se marcaran libremente por encima del vestido. Había que someterlos
con adhesivos. Como esa, muchas cosas aprendí de Marlene, y viceversa,
espero, mi novia también aprendió de mí. Nuestra relación sobrevivió
todas las penurias de una pareja joven: la falta de ingresos y de una
vivienda propia, las relaciones carnales mal lubricadas, en lugares
inadecuados y técnicamente incompletas, los ataques de celos, las
frecuentes peleas y reconciliaciones, pero no sobrevivió a mi primer
semestre de doctorado en Salamanca. El ambiente universitario
postfranquista, de destape y anarquía, me afectó demasiado, supongo, y
al regreso en diciembre, en el transcurso de una cena china, en un
restaurante hoy en día desaparecido, rompimos oficialmente. Ella dejó
de comer, yo seguí tragando lumpias y chop-suey, así que pueden
adivinar quién fue el villano. Esas Navidades resultaron un poco
incómodas, que si mis padres, los suyos, todos esos años conociéndose,
etcétera. Yo me quedé con unas sillas y algo de lencería, ella se
llevó la carpa Coleman con capacidad para cuatro personas, la
cubertería y los platos. Supuestamente ella quemó mis cartas y las
fotos, por lo que no podría exhibir testimonios gráficos, si me los
pidieran. Los detalles los fui juntando después del retorno definitivo
de Salamanca. En una salida con una encantadora amiga mutua, que yo
secretamente quería horizontalizar desde mucho tiempo atrás, me enteré
del matrimonio de mi novia primeriza, las dos hijas y, para usar los
eufemismos tradicionales, la larga y penosa enfermedad terminal. Por
supuesto, tales informaciones arruinaron la noche y no volví a salir
con la amiga mutua. Un tiempo después me encontré con Carlos, el
hermano de Marlene, en el centro comercial cerca de la casa. Iba
acompañado de una joven catira que deduje debía ser su hija, en caso
de que él hubiera seguido con Magaly, la novia que le conocí y con la
que junto a Marlene formábamos un cuarteto bastante bien avenido. Me
invadió una oleada de nostalgia por los buenos ratos pasados juntos.
El viaje a la Gran Sabana en el Jeep destartalado de Carlos, durante
la prehistoria de caminos sin asfaltar que llevaban hasta Santa Elena,
y del que todavía conservaba una piedra rojiza extraída de la Quebrada
del Jaspe que, como se lo comenté a Carlos en la entrada a la
panadería, servía para mantener abierta la puerta del maletero de mi
estacionamiento, una de esas puertas cuyas bisagras misteriosas hacen
que se cierre cuando tú no la estás mirando. Carlos me confirmó que la
jovencita pálida y pasada de quilos que lo acompañaba era su hija, y
me dio el detalle adicional de que su padre también había muerto. “Tú
sabes, no se repuso de lo de Marlene”, me dijo en voz baja,
despertándome, por alguna razón sobre la que no especularé, un intenso
sentimiento de culpa.
De mi segunda exnovia muerta me enteré a través de un compañero de
andanzas salmantinas. La verdad es que en sentido estricto no podría
hablar de novia, pues Betzaida, una caraqueña de largo cabello negro y
tez cobriza, con cierta similitud física a Marlene y a mi madre que
haría feliz a cualquier sicoanalista, estaba casada con Iñaki, un
vasco de familia acaudalada, en cuyo círculo tuve la suerte o la
desgracia de caer. Esta pareja que se había conocido en Los Roques
practicando windsurf, rápido flechazo y visa rumbo a Europa, tenía
carro, un lujo saudita impensable para casi todos nuestros compañeros
estudiantes, y un apartamento excesivamente grande. Solíamos vernos
bastante en el campus, en las cafeterías llenas de humo y en cualquier
fiesta de venezolanos, donde Betzaida y yo bailábamos, sin pausa y con
el visto bueno del marido, salsa, merengue, tambores barloventeños, lo
que nos pusieran, siempre rodeados de un círculo de mirones. Por esas
vueltas del destino, o por alguna desavenencia con la familia que le
limitó la mesada y le obligó a reducir los gastos, Iñaki me ofreció la
posibilidad de mudarme con ellos a cambio de una razonable
mensualidad, con habitación separada y acceso a cocina y baño. Eran
tiempos de apertura, de buena nota, de marcha. Yo, estúpido de mí,
acepté. En principio, tener acceso al Seat, al amplio apartamento
cerca de la Plaza de Anaya, y a la convivencia casi exclusiva con
Betzaida, parecía una manguangua, el tipo de cosas capaz de generar la
envidia negra de mis compatriotas en el mismo exilio de claustros
universitarios y piedras medievales. Sin embargo, no todo el monte es
orégano. Empezamos muy bien, que si los hombres dominábamos las artes
culinarias, y el bacalao a la bilbaína nos quedó de chuparnos los
dedos a Iñaki y un servidor, y Betzaida, chica, te pedimos que no le
pongas tanto detergente a los platos, eso termina contaminando los
ríos, joder tío, es que esta mujer no tiene conciencia ecológica, no
parece venir del mismo país que tú, y patatín y patatán. Los roces
empezaron curiosamente por la comida, para luego extenderse a todas
las áreas: si quieres usar aceite de oliva te vas a tener que comprar
la tuya, te dejamos este hueco en la nevera para tus vainas pero no te
pases, y a la hora de las rumbas en la casa con nuestras parejas de
amigos, oye, no se ve bien que estés sin pareja. Tampoco contribuía al
bienestar hogareño, en oposición a lo sólido de los sillares
medievales por todas partes, lo frágil de la mampostería moderna de
nuestro apartamento. En las noches los gemidos y golpeteos rítmicos
contra la pared donde descansaba mi cama me parecían un abuso
insoportable, una agresión a mi intimidad, una provocación. No podía
evitar imaginarme a Betzaida en decúbito prono, supino o lateral, con
Iñaki encima, y este salvaje vascongado usando el cuerpo de su mujer
como ariete para hundir la frágil separación entre nuestros cuartos.
¿No podían orientar su cama en otra dirección? Como uno es humano, no
me quedé de brazos cruzados en actitud zen, que hubiera sido lo más
sensato dada la situación. Por un lado, una que otra vez traje
discretamente alguna moza fermosa hasta mi aposento, tratando de
reproducir con éxito limitado la percusión amorosa de mis compañeros
de domicilio. Por otro lado, y aquí estuvo el problema, el faux pas
irreversible, acepté ayudar a Betzaida a elaborar una torta de queso
una noche que Iñaki estaba de guardia en el hospital. Para empezar, yo
tenía una vainita por mi compañera de residencia, ya dije antes que
ella poseía el fenotipo de mi agrado, y en la dirección opuesta
también había cierta atracción innegable, al fin y al cabo ambos
nacimos en Santiago de León de los indios Caracas, yo medio pela
bolas, ella ricachona, la lucha de clases que sustenta cualquier
telenovela que se precie, etcétera. Aunado a esto, el queso crema, el
azúcar, la leche, los huevos, el batir estos ingredientes con la
batidora manual, aguántame aquí el bol, la blancura inmaculada de la
torta, todo este tema de la repostería propiciando una carga erótica
inmensa, sobre todo cuando al final la única luz presente fue la de la
nevera entreabierta y uno estaba pendiente de probar aquí, probar
allá, fíjate que tienes un sucito ahí encima del labio, ahí, ahí.
Ahorraré los detalles, añadiendo tan sólo que a partir de aquel día,
muchas fueron las noches de guardia en el hospital universitario que
utilicé para – si me permiten el lugar común y textual – llenar un
hueco emocional de Betzaida que Iñaki no podía llenar. Todos sabemos
que no hay bien que dure cien años, y en este caso, mi convivencia con
la pareja duró menos de un semestre. La pasé mal tratando de encontrar
nueva vivienda a mitad del período lectivo, para beneplácito perverso
de buena parte de la envidiosa delegación criolla en la ciudad junto
al Tormes. Durante un tiempo viví arrimado en la covacha de mala
muerte de Germán, un tercio del veintitrés de enero con quien jugaba
fútbol los fines de semana. Este mismo Germán, ya en Caracas y
convertido en magnate de la telefonía celular, me echó el cuento del
divorcio sin hijos de Betzaida y el galeno euskaldún, el regreso con
sus padres a la quinta de La Castellana, el diagnóstico fatal y el
último viaje a Houston cuando ya estaba desahuciada.
La gota que rebosó el vaso fue la reciente llamada de España mientras
veía la tele. Estaban pasando los octavos de final del Abierto de USA.
El calvo y entrado en años Agassi se enfrentaba a Blake, otro calvo
pero joven y negro. Supongo que muchos de nosotros, con ciertos años
encima, tomamos el bando del más viejo por pura necedad generacional,
nos negamos a aceptar el paso del tiempo, en el deporte o en cualquier
otra área, nos la damos de pavitos chévere y esperamos que el más
viejo de la partida se imponga a las nuevas generaciones. Como
corresponde, entonces, estaba ligando a Agassi, quien para mi
decepción estaba abajo 3-6, 3-6, aunque iba ganando 4-3 en el tercer
set. La alegría del tísico, pensaba yo, Blake afloja un poco en este
set de consolación para el viejito, y en el próximo lo despedaza a
punta de aces. En ese momento recibí la llamada anunciando el
fallecimiento de María Jesús, mi novia platónica española. Llamaba
Basilio, su hermano, con quien había conseguido un grado de
complicidad extraordinario, no sé por qué me va tan bien con los
hermanos, usualmente celan bastante a sus parientas más cercanas, ¿no?
Basilio estaba hecho un océano de lágrimas, no supo aclararme si la
causa fue congénita, viral o bacteriana. Tan sólo que una víscera,
hígado, páncreas, bazo, colon, yo qué sé, empezó a descomponerse y
todas las demás reaccionaron en cadena. “Macho, no duró ni una
semana”, me trasmitió entre sollozos, “y lo peor es que deja dos
críos. Cyril está destrozado, lo mismo que mis padres”. Le agradecí
bastante a Basilio la llamada, se había tomado la molestia de
registrar entre las pertenencias de su hermana hasta encontrar mis
coordenadas del otro lado del mar, porque sabía que entre nosotros se
había fraguado algo de lo que quedaba un rescoldo sin apagar. “Aquí
todo el mundo pensaba que os ibais a casar”, me dijo, y le contesté:
“sí, yo alguna vez también pensé lo mismo, pero ya sabes, la vida da
vueltas”. Este Basilio siempre me cayó bien, pertenecía al mismo
círculo de bares y cafeterías llenas de humo que frecuentaban Iñaki y
Betzaida, y era uno de los españoles menos calvos que jamás hubiera
conocido. Yo no sé si ustedes comparten esta opinión, pero a mí me
parece que hay como demasiados españoles calvos. Quizás tiene que ver
con el exceso de testosterona, o con algún ingrediente de la dieta
ibérica que acelera la caída del cabello, no sé. El caso es que uno se
encuentra una abundancia de cráneos pelados en la península que hacen
destacar todavía más a individuos hirsutos como este hombre, que
hubiera pasado cualquier casting para interpretar a un rey castellano
en una película de moros y cristianos: una melena rubia, crespa y
espesa, y una barba de las mismas características adornaban su cabeza,
sembrada al extremo de un cuerpo bien proporcionado y con una estatura
mayor al promedio. Tenía todas las tías que le daba la gana, como
decían por allá. Un día lo vi llegar al bar donde gravitábamos los
sospechosos habituales con una tía impactante que tenía cierto vago
parecido con él. Recé para mis adentros que fuera familia suya y, en
efecto, cuando me la presentaron como Chus, la hermanita de Basilio,
supe que inevitablemente me iba a enredar con ella. Lo primero que
hice fue abolir aquella abreviatura, Chus, de nuestra conversación.
Una hembra así, debía llamarse con el vocativo completo a la corte
celestial, María Jesús, enfatizando las sílabas acentuadas, haciendo
honor a las largas y enredadas guedejas como las del hermano, éstas de
un tono castaño oscuro y casi hasta la cintura, a los ojos azul claro
y a la nariz fuerte y bien plantada, como una pista de saltos de esquí
en miniatura. De aquella noche recuerdo las tapas que devoré por su
recomendación, setas rellenas de camarones y ajos, oreja de cerdo
rebozada, y otras exquisiteces exóticas generadoras de sueños
desapacibles.
Fue amor a primera vista, intenso y breve. María Jesús preparaba su
mudanza para Barcelona, pues su tutor había aceptado un cargo en la
Universitat Autònoma, y ella no tenía más remedio que seguirlo. Le
quedaba una semana en Salamanca, que llenamos con conversaciones
interminables y salidas para visitar ruinas poco atractivas a los
turistas, o pequeños tugurios, donde continuar las pesquisas de tapas
fuera de lo común y de vinos de la ribera del Duero, para esa época
casi desconocidos. Me dejé llevar a los lugares más recónditos y
excéntricos, donde ella, salmantina hasta la médula, parecía por un
lado, conocer siempre a alguien dispuesto a brindarnos alguna comida o
alguna sorpresa, y por otro lado, disfrutar el develar a un forastero
como yo el conocimiento de aquellos mínimos arcanos. Descubrimos
nuestros gustos comunes, o nuestra proclividad a aceptar cualquier
gusto del otro como propio: Borges, los poetas andaluces, el adagio de
Albinoni, los condimentos fuertes, el tempranillo y la fotografía.
Conservo varias imágenes de ella tomadas con mi vieja Yashica,
envuelta en un abrigo negro de su abuela frente a una iglesia
derruida, o con una blusa blanca y un chaquetón abierto, desafiando
las temperaturas invernales en una planicie de chopos barridos por el
viento. Basilio fue nuestro cómplice, prestándonos su carro en varias
ocasiones, y otras veces sirviendo de chaperón inoportuno. Me llevaron
a casa de sus padres y almorcé con todos ellos, sellando con la comida
algún tipo de pacto solemne cuyo significado en aquel momento se me
escapaba. Bebí todo el vino y comí todos los chorizos que me pusieron
por delante. Pasé la prueba de las guindillas, tragando sin chistar un
bocado de aquellos ajíes picantes, cargados con capsaicina suficiente
para mantener saludable mi próstata por el resto de mi vida. Ebrio de
vino y endorfinas, me faltó poco para proponerle matrimonio allá mismo
a María Jesús. Todo esto sin haber experimentado con ella grandes
contactos físicos, a lo sumo unos besos furtivos en alguna calle
helada y desconocida.
El día de la partida la acompañé hasta la estación de ferrocarril. La
mañana estaba fría y nuestro diálogo eran dos nubecitas intermitentes
frente a las bocas Ese mismo día me tocaba la defensa de mi tesis
doctoral, y me vestí algo mejor de la cuenta. Tenía los nervios de
punta, y manejé un poco torpemente la situación, le conté lo de la
tesis y le quité el posible encanto de que la corbata y los nervios
fueran motivados por la despedida. Como de costumbre, el beso fue
casto, epidérmico. En un arranque de espontaneidad moderada, de los
que a veces me dan, me quité la corbata y le pedí que se la quedara
como recuerdo. Era una de esas corbatas que no se han vuelto a poner
de moda, como de lana tejida y no terminada en el clásico corte en V,
sino en un tajo horizontal. Cuando el tren arrancó, la corbata iba
ondeando al viento, agarrada en la mano de María Jesús. En el frío
andén de la estación, mientras el tren se alejaba, no podía pensar en
muchos tecnicismos, pero tiempo después, cuando ella me contó en una
de sus cartas cómo clavó la corbata en una pared de su residencia en
Barcelona junto a otros recuerdos, entendí que detrás de aquel fetiche
de tela había una excelente escena, para una película o telenovela, a
la espera de ser escrita.
Debería acotar que después de la llamada de Basilio no pude conciliar
el sueño pensando en todos estos pormenores de mi pasado. Me fui a la
sala y prendí la tele a tiempo para ver al experimentado Agassi
haciendo reverencias y tirando besos en todas direcciones.
Increíblemente ganó el partido. ¡Vaya que los viejitos ganamos una! Me
quedé un rato dándole al control remoto hasta que me invadió un
agradable sopor y me volví al cuarto proponiéndome, entre las brumas
de mi sueño, registrar el maletero en busca de algún memento de mi más
recientemente fallecida exnovia.
La búsqueda produjo una bolsa plástica de una tienda mayamera de
nombre imposible, Gay-Mar, cuya dirección y teléfono adjunto por si
quieren chequear mis fuentes: 50 S.E. 3rd avenue, Miami, Florida
(305)371-0765. Enterrada en los estratos más olvidados del maletero y
seguramente producto de la mudanza de alguna gaveta poco frecuentada,
esta bolsa se me reveló como una cápsula temporal de mí mismo décadas
atrás. Dentro de ella encontré varias cartas de amigos y de otras
novias del pasado que, hasta donde puedo saber, están vivas, o no me
importan un carrizo; invitaciones a bodas a las que nunca fui; un
comprobante de votación del Consejo Supremo Electoral; una entrada
general de Bs. 30 para escuchar en el Poliedro a Joan Manuel Serrat y
Mercedes Sosa; unas cartas de recomendación; el programa de un
congreso norteamericano donde presenté un artículo; un juego
incompleto de cuerdas de guitarra (Si, Sol, La, Mi) La Bella; varias
partituras con los acordes para guitarra de Paul Simon y los Beatles,
algunas de ellas escritas en un cuaderno Alpes de tapa azul y precio
de un bolívar; un lote de estampillas con el rostro del rey Juan
Carlos; un certificado internacional de vacunación contra la fiebre
amarilla; y finalmente, dentro de un sobre frágil y amarillento,
ribeteado de rayas azules y rojas, un hoja con rayado sencillo tamaño
carta, una letra menuda y delicada, con muchos trazos de emes y enes
como diminutas sierras, extendiéndose liberalmente por el papel. Gran
margen a la izquierda, pequeño a la derecha, sin rayas verticales de
guía, todo ello indicativo de una persona equilibrada, sin duda. Lo
que sigue, con edición mínima, es el texto íntegro de esa carta. No me
den el crédito de inventar escritura femenina:
“Recibí tu carta hace unos días, pero es una mala época para contestar
cartas porque los apuntes que cubren mi mesa, son como la maleza de la
selva y no me dejan ver un huequito para escribirte.
Pero para todo llega el momento y aquí estoy, a altas horas de la
mañana, olvidándome del examen del lunes y de un montón de cosas más.
Gracias por tus cuentos, no pierdas esta sana costumbre y sigue
mandándomelos, que ¿quién sabe? Quizás algún día consigo tener la
colección de cuentos de un Premio Nobel, ¿no?
En cuando a tu viaje me parece magnífico, ¡cómo me gustaría tener
dinero para un viajecito de estos! El verano pasado estuve en Paris
con un amigo mío, en plan pobre, pero fue realmente encantador. Paris
es una ciudad de la que la ilusión y la sorpresa surgen a cada minuto.
Un pintor, un violín, el Sena, Paris…
Pero por ahora tendré que conformarme con Barcelona, Barcelona en
junio y julio, porque no se si te dije que había comenzado a hacer una
tesina en el Departamento de Genética de la Facultad, y como durante
el curso apenas he tenido tiempo de trabajar en ella, me quedo el mes
de julio para ver si puedo comenzar a encauzarla. Voy a trabajar con
un hongo microscópico, Phyarmyus, es un precioso hongo anaranjado con
el que “dicen” que se pueden hacer muchas cosas; esperemos que sea
así, porque ilusión no me falta.
Así que para localizarme en julio, la única dirección que puedo darte
es la que ya tienes, y en todo caso el teléfono del Departamento,
aunque no se que horario voy a hacer. El teléfono es XXX-XXXXXX (mejor
a partir de las 8h. de la tarde). En agosto estaré, al menos unos días
en Salamanca, ya tienes la dirección de allí, y el teléfono es
XXX-XXXXX, por si allí te dicen como localizarme.
Espero verte al menos unos días y charlar largo y tendido, ahora te
dejo ya porque los exámenes me esperan, espero recibir pronto noticias
tuyas. Hasta pronto. Un beso. Chus.”
Para ubicar esta carta en un contexto apropiado, debo señalar que
desde su partida de Salamanca, iniciamos un intercambio epistolar que,
a su manera, continuaba nuestras largas conversaciones repletas de
esgrima intelectual. Incidentalmente, mi tesis doctoral fue aprobada
y, contrariando el consejo de varios familiares y amigos, regresé a la
Central para retribuirle al país algo de lo que había invertido en mí
a lo largo de unos cuantos lustros. Las misivas barcelonesas,
desafiando la ineficiencia del correo local, siguieron llegando a mi
casillero. Recuerdo que en una ocasión ella me mandó una flor,
recolectada en una salida de campo de algún curso de Botánica, pegada
a la carta. Le respondí, plagiándome a Giovanni Papini, que había un
significado obvio en enviarme de regalo los órganos sexuales de un
vegetal. Ella retrucó descargándome por proyectar en una pobre
plantita toda mi problemática existencial. Lamentablemente no conservo
nada de estos intercambios, el testimonio que aquí copio es la última
carta que entrecruzamos, y de ese texto se pueden inferir sin mucho
esfuerzo varias circunstancias y conclusiones. Se menciona ahí un
viaje que estaba planeando, específicamente a Salamanca, para asistir
a un congreso de Literatura Latinoamericana, irresistible para mí, a
la sazón empeñado en aumentar mi currículo en investigación. Todavía
pensaba que la carrera académica era mi destino, con todo y los
raquíticos salarios universitarios. Mi propuesta a María Jesús
contemplaba reunirnos en su ciudad natal, y después embarcarnos en un
viaje en tren por toda Andalucía, para ver los olivares de García
Lorca, las cebollas de Hernández y la mar de Alberti. Para mi
decepción, no sólo mi propuesta sonaba menos atractiva que un
champiñón anaranjado, sino que además se mencionaba a un amigo con el
cual ella ya había hecho un viaje ¡a París!
El cabo de la historia que falta atar es breve: permanecí en Salamanca
los suficientes días después del congreso para poder almorzar con
Basilio y con sus padres, para visitar todas las ruinas y figones de
antaño, y para que llegara Agosto, y con él la presencia en la ciudad
de María Jesús y su amigo Cyril, con el cual se casaría uno año
después. Nos vimos, claro que nos vimos, porque tenía que apurar ese
trago amargo hasta las heces. Muy civilizadamente compartimos unas
buenas tapas y unos cuantos vinos. La puntilla la metió, sin querer,
Basilio. En una confidencia que pretendía llenar un silencio
embarazoso, en alguno de aquellos encuentros con el francés, me dijo
con una media sonrisa: “La verdad es que los amigos de mi hermana sois
todos muy majos”.
El epílogo de lo que pretendía contarles tampoco es muy largo: nunca
regresé a Salamanca y poco a poco empecé a desvincularme de la
universidad y a meterme en el mundo de la farándula, gracias a un
compañero de los talleres literarios que frecuentaba durante el
pregrado. También él se dejó de poesía y altruismos académicos, y se
puso a producir guiones para la televisión. Sobreviví en ese medio,
más aún, hice fortuna, e incluso encontré una gata de noche en mi
telenovela favorita con la que me casé, aunque eso, como ya dije
antes, no duró para siempre. No podría decir que me arrepiento de los
rumbos que tomé y las cosas que hice, porque capaz de que si pudiera
volver al pasado y tomar otras decisiones, me hubiera ido peor. Me
encantaría rematar estas líneas, a la manera de uno de mis héroes
favoritos, con una reflexión final antológica: “si os halláis
imposibilitados para realizar en el mundo los generosos impulsos del
pensamiento y las leyes del corazón, acordaos de Gabriel Araceli, que
nació sin nada y lo tuvo todo”. Sin embargo, mentiría si me apropiara
de esa frase, pues si bien me aquejan las carencias citadas, no es
exacto que nací sin nada, y tampoco es cierto que hoy en día lo tenga
todo, de eso no le debe quedar ninguna duda a quien haya seguido
leyendo hasta aquí. Mi propósito inicial, de dotar de cierto orden y
sentido al hecho de que varias novias de mi pasado ya han muerto, creo
que lo he alcanzado a medias. Orden lo hay, al menos un hilván
subjetivo de eventos correlacionados en el tiempo. Que haya sentido es
debatible, a menudo todo está conectado, pero nada parece obedecer a
un designio global lógico. Claro, ustedes que desde afuera me leen no
tienen por qué compartir ese criterio. Incluso, llegando a este final,
es posible que mis garrapateos les parezcan desechables, no digo yo en
un nivel cósmico, sino en la escala de la cotidianidad más pedestre.
Quizás opten por la interpretación obvia: me estoy volviendo
irreversiblemente viejo. Razón para que las novias pretéritas de uno
se mueran, ¿correcto? A mí eso no me parece suficiente. Miren, yo sé
leer las curvas actuariales, esa especie de zetas con un techo inicial
alargado, y me consta cómo durante las primeras cuatro, casi cinco,
décadas de una generación, más del noventa por ciento de tal
generación estará todavía viva al cabo de esos cuarenta y cinco,
cincuenta años de existencia unos al lado de los otros. De manera que
mis tres amores muertos, si se quiere, son accidentes raros,
ocurrencias de un exiguo azar sobre el cual no disertaré, pero que me
tocó sufrir en carne propia. Sé que las cosas se ven bien distintas
cuando los miembros de esa generación hipotética a la que pertenezco
se adentran en la sexta, y luego en la séptima década, y empiezan a
ver cómo a su alrededor tan sólo va quedando un veinte y luego un diez
por ciento de sus contemporáneos, y así siguiendo, en un descenso
progresivamente más acelerado. Como posible conclusión: planeo ser uno
de esos individuos, cada vez más escasos, que van deslizándose lo más
lentamente posible por la ominosa pendiente de la curva actuarial, con
la esperanza de llegar al menos a rozar el otro segmento casi
horizontal, abajo, de la letra del zorro. Mientras el momento llega,
espero que me acompañen en ese viaje un buen número de lectores, con
cierto moderado optimismo, incluso con entusiasmo. A lo largo del
camino, me comprometo a seguir soñando con novias vivas y, sin
descartar el uso de algún ansiolítico o de algún barbitúrico, a seguir
escribiendo fantasías sobre mis exnovias muertas.
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  • MODELO Nº 16 POR INCERTIDUMBRE O SUJECIÓN DE LA
  • PROPOSED HIGHWAY IMPROVEMENT NOTICE WISCONSIN DEPARTMENT OF TRANSPORTATION DT1077
  • EMPATHETIC RESPONSES CONTENT FOCUSED (PARAPHRASE) “I CAN UNDERSTAND HOW
  • ZAPISNIK SA 41 SJEDNICE UPRAVNOG VIJEĆA DJEČJEG VRTIĆA TIČIĆI
  • FICHA DE INSCRIPCIÓN A CURSOS DE FORMACIÓN
  • ODPOWIEDZI NA NAJCZĘŚCIEJ ZADAWANE PYTANIA PRZEZ SAMORZĄDY GMINNE ORGANIZACJE
  • SOL·LICITUD D’ADMISSIÓ A LA CONVOCATÒRIA D’AJUTS PER A LA
  • IMPRESO MGP ESTUDIOS DE GRADO MATRÍCULA DE CONTINUACIÓN DE
  • CROSS BORDER FABRIC SHIPMENT ALERT STEELCASE DEALER TO
  • JOB DESCRIPTION JOB TITLE BUS CONDUCTOR DEPARTMENT SUPPORT SERVICES
  • MODELO FINIQUITO DE CONTRATO DE TRABAJO EN A
  • 3ERLATIBOATEORIA01 LAS ORACIONES DE RELATIVO LAS ORACIONES DE RELATIVO
  • IMIGRACIJOS MUITŲ IR CIVILINĖS AVIACIJOS TAISYKLĖS UŽSAKOMIESIEMS SKRYDŽIAMS 20122013
  • CORPORATE SUPERBRANDS SRBIJA 20122013 SAOPŠTENJE ZA JAVNOST BEOGRAD 19042013
  • GROUNDING SECTION 16550 I GENERAL 1 SUMMARY A PROVIDE
  • YENILIKÇI MIMARI BETON ÇÖZÜMLERINIZDE TEK ADRESINIZ BASKI BETONUN ZEMİN
  • A TES DAN PENGUKURAN TES PENGUKURAN DAN PENILAIAN MERUPAKAN
  • ZAŁĄCZNIK NR 9 DO SIWZ FORMULARZ CENOWY LP NAZWA
  • A KOMÁROMESZTERGOM MEGYEI KÖZGYŰLÉS 172006 (X26) SZÁMÚ ÖNKORMÁNYZATI RENDELETE
  • BESTÄLLNING AV NYANLÄGGNINGFÖLJDINVESTERING TILLÄGGSBESTÄLLNING KONSULTUPPDRAG ARBETEUPPDRAG HÄRMED BESTÄLLS ARBETEN
  • RITOS DE JAIMA LIMAM BOISHA PRESENTACIÓN FERNANDO LLORENTE MUCHAS
  • SUMMARY OF CHANGES – [INSERT NAME] RETENTION AND DISPOSAL
  • POWERPLUSWATERMARKOBJECT117546146 TECHNICAL GUIDELINES ON THE ENVIRONMENTALLY SOUND MANAGEMENT OF
  • INTENDENCIA DE FISCALIZACIÓN Y GESTION DE RECAUDACIÓN ADUANERA GERENCIA
  • FICHA DE SOLICITUD AL CONSEJO GENERAL DE ECONOMISTAS
  • SYGN DZP2423942019 WROCŁAW 20191112 DOTYCZY ZAKUP I DOSTAWĘ SPRZĘTU
  • ID 005308 SOLICITUD PARA CORTE TEMPORAL DE VÍA PÚBLICA
  • ACUERDO DE COLABORACIÓN ENTRE EL DEPARTAMENTO DE CULTURA Y
  • A NNEX 1 DESCRIPCIÓ DE L’EXPLOTACIÓ I MESURES PER
  • MODELO DE PÁRRAFO INTRODUCTORIO (LA TESIS ESTÁ EN NEGRITA)