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Los muros invisibles
Por Carolina Vásquez Araya
Los primeros años de vida son un período crucial para el desarrollo
del cerebro.
Sentir el cuerpo y experimentar el espacio exterior son algunos de los
fenómenos de la primera infancia, período cuya trascendencia suele ser
subestimada por los adultos. Los primeros cinco años de vida, un poco
más si se cuenta la etapa intrauterina, los seres humanos desarrollan
una inmensa cantidad de conexiones con el mundo que les rodea. Para
ello, es vital poseer los elementos nutricionales adecuados para
alimentar a un cuerpo en crecimiento y a un cerebro con el poder
suficiente para procesar tal cúmulo de información. Pero la
alimentación no es el único factor para el desarrollo saludable
durante esos primeros años. También están las relaciones con su
entorno: las caricias, el juego, la energía positiva y el orden en la
enseñanza de nuevas rutinas, de nuevos encuentros.
En algunos de nuestros países, más de la mitad de niñas y niños
carecen de todos estos elementos. Nacen de una madre pobremente
alimentada, muchas veces una adolescente cuyas oportunidades de vida
se perdieron en la ruta de un embarazo mal atendido, una mujer-niña
cuya ignorancia sobre el cúmulo de conocimientos necesarios para
enfrentar la tarea de criar a un nuevo ser resulta decisiva en ese
proceso. A esto se suma un entorno hostil, en donde predomina la
violencia doméstica en su amplia gama de expresiones y grados.
Agresión física y sexual, violencia económica y psicológica, pérdida
del control de su propia vida y un estado patológico de dependencia.
En ese enorme segmento de la población de países mal gobernados se
encuentra la niñez abandonada, “el futuro de la Nación” para cada
campaña electoral, pero en realidad el germen del peor desastre
demográfico para cualquier país que pretenda surgir del subdesarrollo.
La estrategia de las clases económicamente dominantes ha sido impedir
el desarrollo físico, intelectual y educativo de las grandes masas.
Generación tras generación han consolidado sus acuerdos para inyectar
los fondos del Estado en las instituciones de fuerza y poder:
Ejército, policía y centros de inteligencia. Todas ellas como
resguardo de un poder sustentado en la explotación de una población
demasiado débil para oponerse.
En esa línea, el dominio de la mitad de la ciudadanía –el sector
femenino- es crucial. Marginadas de las decisiones, no les queda más
que aceptar políticas reñidas con sus intereses y sus perspectivas de
desarrollo. De ese modo, ven esfumarse sus oportunidades y un futuro
de independencia. A ellas les han impedido el acceso a la educación
formal, pero también a toda información relacionada con su vida sexual
y reproductiva, por orden de autoridades entre las cuales muy pocas
veces –o nunca- figuran sus congéneres. Esta marginación, producto de
un sistema misógino y discriminatorio, termina por naturalizar la
degradación de las mujeres a un puesto de ciudadanas de segunda
categoría, con toda la carga emocional y social que ello implica.
El desastre viene dado. Esos muros invisibles, esas vallas mentales de
sociedades marcadas por doctrinas religiosas cargadas de desprecio y
prejuicios medievales sobre el papel de la mujer, resultan en el
deterioro permanente de un sector potencialmente productivo y capaz de
mover por sí mismo los motores del desarrollo. Si las políticas
públicas fueran dictadas con inteligencia y centradas en el bienestar
del pueblo, los mayores recursos del Estado deberían ir directo a
financiar la educación, la salud pública y a garantizar la nutrición
para toda la población, como la estrategia más importante para la
supervivencia de la democracia.
El peor desastre demográfico: una niñez desnutrida.
[email protected] @carvasar






